miércoles, noviembre 30, 2011

La teología conciliar en tiempos de Santo Toribio de Mogrovejo



La teología conciliar en tiempos de Santo Toribio de Mogrovejo
Josep-Ignasi SARANYANA
Universidad de Navarra

Publicado en Revista Peruana de Historia Eclesiástica, 9, 2006, pp. 125-160


1. Los concilios limenses
Durante la etapa colonial se celebraron seis concilios provinciales en
la Archidiócesis de Lima: 1551-52, 1567, 1582, 1591, 1601 y 1772. Los
dos primeros fueron convocados por el arzobispo Jerónimo de Loaysa
(1498-1575), dominico. Los tres siguientes por el arzobispo Toribio de
Mogrovejo (1538-1606), secular. El sexto por el arzobispo Diego
Antonio de Parada (1698-1779), secular. Ya en nuestra época ha habido
otros dos (¿tres?) concilios provinciales en 1909 (?), 1912 y 1927.
El primer Concilio Limense (1551-1552) se celebró un lustro después de
la creación, en enero de 1545, de la provincia eclesiástica de Lima; a
los ocho años de entrar Loaysa en esa nueva diócesis, en 1543; y
apenas a dos años de la pacificación del Perú. El segundo Limense,
presidido también por Loaysa, se inscribió en el ciclo conciliar
desplegado en los territorios de la corona española para la recepción
de Trento. Tuvo lugar en 1567-1568. Fue un concilio inspirado en las
disposiciones tridentinas, sobre todo las del último período, en que
se redactaron los decretos de reforma. La óptica había cambiado
ligeramente: si en el primero había primado los planteamientos
característicos de la teología profética española, en el segundo
concilio se subrayó la reforma tridentina, con su fuerte impronta
sacramental. El tercer Limense, celebrado en 1582-1583, bajo la
presidencia del arzobispo Santo Toribio de Mogrovejo, tuvo como
protagonista destacado al jesuita José de Acosta (1540-1600). Ha sido,
con diferencia, el más importante y el único que ha recibido la
aprobación pontificia en 1588. El cuarto Límense tuvo lugar también en
tiempos de Santo Toribio, en 1591. Se convocó para la recepción del
tercer Límense y se celebró precisamente en el mismo año en que se
publicaron oficialmente los decretos del tercero. El quinto concilio
se llevó a cabo en 1601, en medio de muchas dificultades, porque
algunos sufragáneos apelaron su convocatoria. El embrollo provocó el
disgusto del rey Felipe III y una recriminación de la corona a Santo
Toribio. El sexto Limense se inscribe en el ciclo carolino, es decir,
en la reforma regalista preconizada por Carlos III. Los tres últimos
ya en el siglo XX. Uno, que no se contabiliza, celebrado en Lima en
1909, que ejecutaba la voluntad del Concilio Plenario Latinoamericano
de 1899 ; y el de 1912, que fue el séptimo. Finalmente el de 1927, que
fue el octavo, llevado a cabo para la recepción del Código
pío-benedictino de 1917.



2. La reforma por vías conciliares
Ecclesia semper reformanda es un aforismo católico, acuñado en el Bajo
Medievo (quizá en tiempos del Concilio de Vienne, 1311-1312), que
después se divulgó también en medios protestantes, aunque con distinto
sentido.
Para los católicos nada esencial hay que cambiar en la Iglesia fundada
por Cristo, porque su itinerario in terris ha sido substancialmente
bueno. Los resultados han sido queridos por Cristo y alcanzados bajo
la guía el Espíritu Santo, que es el alma de la Iglesia. Sin embargo,
la Iglesia está constantemente necesitada de reforma tam in capite
quam in membris, porque, aunque santa, sus miembros son pecadores. Es,
pues, "sancta simul et semper purificanda" (Lumen gentium, 8). Como lo
expresa alegóricamente la esposa del Cantar: "Soy negra pero hermosa,
hijas de Jerusalén" (nigra sum sed formosa, filiae Jerusalem).
La teología protestante se apropió esta frase como algo
característico, aunque cambiando su sentido. Fue popularizada por la
tradición hugonote, es decir, por los reformados calvinistas. Para los
protestantes, la Iglesia (también como institución) debe ser
reformada, porque en un momento determinado se apartó de sus raíces.
En consecuencia, no basta la purificación de los miembros; es preciso
volver a los primeros estadios, anteriores a esa supuesta gran
traición.
Guy Bédouelle sostiene que en ámbitos católicos ha habido dos vías
tradicionales de reforma: la vía conciliar, de carácter institucional;
y la vía mística, de plegaria, santidad y sacrificio . A estas dos
vías habría que añadir –a mi entender– una tercera vía, que me parece
fundamental: la vía teológica, es decir, el desarrollo de los
estudios teológicos.
La vía conciliar remonta a los primeros tiempos de la Iglesia. Es
conocido, en efecto, el canon quinto del primer concilio ecuménico
celebrado en Nicea en 325:
"Téngase concilio primeramente antes de la cuaresma, para que,
arrancados todos los fingimientos, se pueda ofrecer solemnemente a
Dios una ofrenda pura; reúnase un segundo concilio en las proximidades
del otoño" .
A comienzos del siglo VI, se mitigó esta disposición, pasándose a una
frecuencia simplemente anual, por la dificultad que suponía una
convocatoria bianual. El cuarto Concilio ecuménico de Letrán ratificó
tal obligación:
"No omitan los metropolitanos celebrar concilios provinciales con los
sufragáneos todos los años, como se sabe determinaron antiguamente los
padres" .
Como tampoco resultaba factible una convocatoria anual, el Concilio
ecuménico de Constanza legisló que se celebrasen trienalmente:
"Quod concilia provincialia fiant saltem de triennio in triennium" .
Situándose en la tradición que acabo de describir, el Tridentino
lamentaba que se hubiese descuidado la saludable costumbre de reunir
periódicamente concilios provinciales . Debía convocarse además un
concilio intra annum, es decir, en el plazo máximo de un año a contar
desde la clausura de Trento, "pro moderandis moribus, corrigendis
excessibus, aliisque ex sacris canonibus permissis" (para moderar las
costumbres, corregir los abusos y para otras cosas determinadas por
los sagrados cánones de los concilios), para manifestar su obediencia
al Romano Pontífice y para rechazar todas las doctrinas que el
Tridentino hubiese condenado. Debería ser presidido por el
metropolitano o, en caso de no haberlo, por el obispo más antiguo. El
año comenzaba a contar a partir del 4 de diciembre de 1563.
San Pío V mitigó más todavía la obligación trienal, disponiendo que en
América re reuniese concilio provincial quinquenalmente. En 1583,
Gregorio XIII amplió el plazo a septenal; finalmente Paulo V, en 1610,
determinó que la frecuencia fuese cada doce años. Es importante tomar
estos datos en cuenta, para comprender las cuitas de conciencia de
Loaysa y de Mogrovejo.


3. La vía conciliar en los reinos hispánicos y América
Por lo que sabemos, tanto en América como en la metrópoli, confluyeron
cinco tradiciones canónico-teológico-pastorales. Por orden de
antigüedad: a) la disciplina general de la Iglesia de celebrar
concilio provincial cada tres años; b) la tradición visigótica de
tener periódicamente concilios generales o nacionales, a los que el
rey presentaba concretas peticiones; c) la reforma impulsada por los
Reyes Católicos, con la celebración, entre otros, del Concilio de
Sevilla de 1512; d) las disposiciones tridentinas de reforma, que
primaban también la vía conciliar; y finalmente e) la celebración
inmediata de concilios provinciales, ordenada por Felipe II para la
más completa y exacta recepción de Trento.
De la disciplina general eclesiástica ya hemos hablado.
De la tradición visigoda habría que retener sólo su carácter
político-religioso. En los concilios nacionales visigodos intervenía
el monarca, que presentaba sus peticiones en forma de tomo regio, para
que se deliberase sobre ellas. En Hispania se celebraron, con carácter
general, doce concilios de Toledo. Dos de ellos tuvieron un relieve
particular: el tercero, de 589, que oficializó la conversión de
Recaredo, y el cuarto, de 633, que formalizó la costumbre del tomo
regio .
Pasados los siglos, los Reyes Católicos impulsaron la convocatoria
sínodos con vistas a la mejora del episcopado y del clero castellano.
Entre todos destaca el de Sevilla de 1512.


4. El Sínodo de Sevilla de 1512
Las sinodales del importante Concilio hispalense de 1512 rigieron en
América hasta cumplido el año 1545, porque las primeras diócesis
americanas fueron sufragáneas de Sevilla mientras no eran erigidas las
provincias eclesiásticas de ultramar . Fueron muchos los temas
tratados en el concilio con el deseo de solucionar la falta de
vitalidad de esa provincia eclesiástica . Siguiendo las costumbres de
la época, la asamblea no se limitó a establecer normas, sino señalar
penas eclesiásticas y pecuniarias.
Se exhortó a los clérigos a enseñar los misterios de la fe católica,
el Evangelio y las oraciones cristianas, no sólo a los cristianos
viejos, sino también a los judíos y mahometanos conversos al
cristianismo, así como a administrar correctamente los sacramentos en
las parroquias; a dar a conocer a los fieles las fiestas de la Iglesia
y cómo cumplir con el precepto cristiano, evitando en las fiestas
litúrgicas de precepto las comilonas, los vicios y los juegos, y
prohibiendo que se abriesen las tiendas y se realizase cualquier tipo
de trabajo que rompiese el descanso preceptuado; y se animó a castigar
a quienes acudiesen a adivinos y magos. También se estimuló a los
sacerdotes a cuidar espiritual y materialmente de los enfermos y
moribundos y a ejecutar con diligencia los testamentos (costumbre
arraigada en la época bajomedieval y expuesta en los "artes de bien
morir"); a evitar y a denunciar a las autoridades competentes las
personas que vivían públicamente en pecado, no cumplían con el
precepto pascual o permanecían voluntariamente en excomunión demasiado
tiempo, ya fueran clérigos o seglares. Con los pocos ejemplos
señalados se comprenderá que las disposiciones de 1512 contribuyeron a
una importante moralización de las costumbres públicas y privadas, y a
una mayor instrucción religiosa del pueblo cristiano.
En cuanto a los clérigos, se estimuló el rezo del oficio divino y la
celebración de la Santa Misa según unas mismas normas rituales para
toda la provincia eclesiástica; se encareció a oficiar con más
recogimiento, rechazando todo lo que pudiese perturbar al sacerdote y
la dignidad de la ceremonia; se prohibió a los párrocos jugar a naipes
o dados en las iglesias, y recibir más estipendios de los previstos.
Recomendó que los clérigos fueran graves en su conversación, modo de
andar y trato, vistiendo honestamente y rechazando todo tipo de
distintivos y colores llamativos en su ropa; animó a la austeridad en
la comida y bebida; les prohibió bailar o cantar canciones de
seglares, acudir a corridas de toros, blasfemar, jurar o pasear a
horas poco convenientes. Determinó que los sacerdotes confesasen y
comulgasen al menos en las tres pascuas del año (Resurrección,
Pentecostés y Navidad) con un sacerdote habilitado para oír
confesiones; exhortó a los clérigos a vivir en castidad y prohibió que
tuviesen concubinas y asistiesen a matrimonios o bautismos de sus
hijos o nietos y les dejasen donación o legado; también prohibió que
los clérigos se dedicasen al negocio de comestibles. Mandó que los
clérigos residieran en sus propias parroquias y dispuso que no se
ausentasen sin permiso del prelado.
Prohibió dar licencias a los religiosos para celebrar Misa, pues éstos
aprovechaban la obtención de licencias para cambiar de hábito; y
ordenar in sacris personas demasiado jóvenes. Exigió examinar a los
candidatos a órdenes, y determinó que se evitase la ordenación
sacerdotal sólo por recomendación de personas poderosas. Exhortó a los
clérigos a no celebrar matrimonios clandestinos y de forasteros sin
previa comprobación de que los cónyuges eran hábiles para el
matrimonio. Recomendó no admitir en las iglesias a cuestores,
limosneros o promulgadores de bulas o indulgencias sin previa
aprobación del obispo para evitar abusos y engaños a los fieles, y que
no se permitiese celebrar la Misa, sin más, a cualquier sacerdote.
Animó a los obispos a visitar una vez al año su diócesis o bien a
delegar en varones doctos las visitas. Dispuso, también, que no se
pudiese ser mayordomo de una iglesia por más de dos años y que se
rindiese cuentas públicamente de los gastos realizados; y que se
llevase un libro público, con las posesiones, fincas y tributos de
todas las iglesias, beneficios y bienes dejados para aniversarios,
fiestas y fundaciones.
Acerca del culto, estableció que hubiese un sagrario en sitio bien
construido y embellecido, y cerrado con llave, donde reservar el
Santísimo Sacramento, el óleo sagrado y las reliquias de los santos;
que se renovasen las especies eucarísticas cada ocho días y que se
lavasen los corporales al menos una vez al mes; que no se sacasen los
ornamentos de las iglesias ni se empeñasen o vendiesen los vasos y
ornamentos sagrados; que no se celebrase misa en casas particulares o
se administrase en ellas los sacramentos, sino en la iglesia, salvo in
articulo mortis; que no hubiese representaciones de autos teatrales o
de la pasión del Señor en el interior de los templos; y que el
sacristán custodiase las iglesias por las noches.
Es evidente que estas disposiciones sobre la vida clerical y litúrgica
reflejan con gran precisión las principales lacras de la vida
eclesiástica de la España renacentista, y que su aplicación supuso un
gran avance en la reforma del clero secular, muy abandonado durante la
crisis conciliarista y durante las largas guerras civiles del siglo
XV. Al mismo tiempo, tales sinodales contribuyeron a la dignificación
del culto y la "eucaristización" de la vida litúrgica, con todas las
implicaciones que tal paso significó para la mejora de la vida
espiritual del clero y de los fieles.
Se proscribieron las segundas nupcias sin haber enviudado todavía, o
mediando parentesco en grados prohibidos; también se prohibió a los
delincuentes que, huyendo de la justicia, se amparasen en las iglesias
durante demasiado tiempo y, en todo caso, se exigió a tales personas
un comportamiento decoroso y honesto mientras gozaban del privilegio
del fuero; se prohibió que el brazo secular encarcelase a ningún
eclesiástico ni causase daño a lugares o posesiones de iglesias o
monasterios, o violase sus derechos; se determinó que no se utilizasen
las iglesias para reuniones profanas; y se acordó que no se
construyesen fortalezas en las iglesias o cementerios.
El Sínodo de Sevilla fue, pues, un típico sínodo de reforma, con
especial atención a corregir las costumbres de los clérigos; a
restaurar el esplendor del culto; y a fomentar la formación
catequética del pueblo cristiano en los temas más fundamentales,
particularmente la vida sacramental, la moral matrimonial y el
cumplimiento dominical; con una importante incidencia en la
moralización de las costumbres públicas y en la reafirmación de los
fueros eclesiásticos. También introdujo orden en las cuentas
económicas de las iglesias parroquiales y en la administración de los
beneficios, y sancionó, mucho antes que Trento, la obligatoriedad de
la residencia para el clero con cura de almas.


5. La tradición conciliar en América anterior a Trento
Las asambleas eclesiásticas americanas más tempranas se reunieron en
la Nueva España, cuando todavía no habían sido erigidas las provincias
eclesiásticas americanas. Fueron las juntas mexicanas (1524-1545). A
ellas asistieron, desde 1531, Juan de Zumárraga (entonces ya obispo
electo de México) y Julián Garcés (obispo titular de Tlaxcala). A
partir de 1537 llegaron a participar en esas Juntas hasta tres o
cuatro obispos, siendo en la práctica verdaderos concilios
provinciales, a falta de algunas formalidades canónicas .
En Lima las cosas se desarrollaron con algún retraso, puesto que la
diócesis no fue erigida hasta 1542. Jerónimo de Loaysa no tomó
posesión hasta 1543, en plenas guerras civiles. En todo caso, ya el 11
de diciembre de 1544, Felipe II, entonces todavía regente de España,
instaba a Loaysa a reunirse con los obispos de Cuzco y Quito, aun
cuando no hubiese sido erigida la provincia eclesiástica:
"Si acaso a esa ciudad (Lima) se viniesen a juntar los obispos del
Cuzco y Quito, vos y ellos platicaréis las cosas que viéredes que son
necesarias proveerse, tocantes al aumento y ampliación de nuestra
santa fe católica y a la edificación y buen servicio de las iglesias
de vuestros obispados y proveeréis en ello lo que viéredes que
conviene".
Como Lima no era todavía arzobispado y el Perú se hallaba inmerso en
las largas y sangrientas guerras civiles, Loaysa tuvo que conformarse
con preparar una importante Instrucción, en forma de sinodales,
dirigida a los sacerdotes que eran curas o doctrineros de indios. La
Instrucción fue terminada en 1545, en plena guerra civil peruana, e
impuesta como obligatoria a todos los curas que estaban bajo su
jurisdicción .
Dominada por La Gasca la rebelión de Gonzalo Pizarro y pacificado el
Perú, volvió Loaysa a ocuparse de su Instrucción, que corrigió y
revisó, contando con el parecer del mismo La Gasca, con el obispo de
Quito y con el oidor de Lima. Acabada la corrección en febrero de
1549, fue firmada por el arzobispo y entregada para su ejecución .
Erigida ya la provincia eclesiástica, Loayza escribía en 1549 al rey
informándole de su intención de convocar concilio provincial .
El primer Concilio limense fue convocado por el dominico Loaysa .
Ninguno de los sufragáneos acudió personalmente a la celebración. Unos
se excusaron y otros ni siquiera lo hicieron. Los prelados convocados
fueron el dominico Fray Juan Solano, obispo de Cuzco; don García Díaz
de Arias, obispo de Quito; don Juan del Valle, obispo de Popayán y el
dominico Pablo de Torres, obispo de Tierra Firme. Rodrigo de Arcos,
clérigo, asistió en lugar del obispo de Panamá; el licenciado Juan
Fernández fue el representante del obispo de Quito; y el inquieto
presbítero Rodrigo de Loaysa representó a fray Juan Solano, obispo de
Cuzco. La sede del obispado de Nicaragua estaba vacante. Parece que
asistió a las sesiones el virrey don Antonio de Mendoza, recién
llegado a Lima, y los oidores. También estuvieron representados los
cabildos de Lima (por el deán Don Juan Toscano y el maestrescuela Don
Juan Cerviago); y el de Cuzco (por Fortún Sánchez de Olave). Acudieron
también y firmaron las actas los provinciales de las cuatro Órdenes
religiosas que residían y tenían conventos en Lima: fray Juan Bautista
Roca, de la Orden de Santo Domingo; fray Juan de Estacio, de la Orden
de San Agustín; y fray Miguel de Orenes, de la Orden de la Merced.
Como secretario actuó el canónico Agustín Arias. Las Órdenes
religiosas enviaron lo mejor que tenían. Además de los provinciales,
asistió el dominico fray Domingo de Santo Tomás, uno de los más
experimentados misioneros de indios que hubo en Perú y de los mejores
conocedores, tanto de la lengua nativa como de sus usos y costumbres;
y el minorita fray Francisco de Vitoria, primer comisario que la Orden
franciscana tuvo en el Perú. El Concilio se abrió el 4 de octubre de
1551 y fue concluido el 23 de enero de 1552.
Ciertas disposiciones del primer Limense plantearon algunas
perplejidades, de las cuales se hizo eco José de Acosta, pocos años
después. Por ejemplo, que se considerase suficiente, para recibir el
bautismo, una aceptación global de la fe de la Iglesia y la buena
voluntad del bautizando, en situaciones de urgencia o de indios muy
rudos ; que los indios fuesen excluidos, hasta que estuvieran bien
arraigados en la fe, de los sacramentos de la confirmación, Eucaristía
y el sacramento del orden . Un punto importante de este concilio, por
las consecuencias que acarreó, fue la disposición sobre los
matrimonios en grado prohibido: se dispuso que antes de bautizarse se
separasen y que si estaban casados verdaderamente, según sus ritos y
costumbres, se autorizase a ratificar el matrimonio en la Iglesia,
hasta que fuera consultado el asunto al Papa . El arzobispo consultó a
Roma el caso frecuente entre los incas del matrimonio con hermanas y
Pablo IV le respondió, según todos los indicios, con una reprimenda
por haber permitido la ratificación in facie Ecclesiae de tales
matrimonios.
En relación con el tema que nos ocupa –la reforma de la Iglesia por la
vía conciliar– lo único que hemos detectado en el primer Limense es
una substanciosa afirmación al comienzo del prólogo:
"Una de las mayores fuerza en que la Iglesia se sustenta y con que
mayor temor y flaqueza pone en sus enemigos es la Congregación de los
Concilios y Sínodos, esto tiene autoridad y principio de los
Apóstoles, príncipes y fundadores della y siempre la Iglesia regida en
todo por el Espíritu Santo lo [h]a continuado y pues en nuestros
tiempos [h]a sido Dios Nuestro Señor servido que se descubriesen estas
provincias que de inmensurable tiempo están pobladas de gentes, de
quien no leemos ni se [h]a podido entender tuviesen conocimiento de la
verdad ni se les [h]aya predicado el Evangelio, para dar orden
mediante su divina gracia y misericordia cómo se les predique y
enseñe nuestra sancta fee católica, pues son capaces de ello y
asimismo para dar orden al culto divino y servicio de las iglesias y
ministros dellas y corrección y enmienda de las vidas y costumbres de
los cristianos de este Arzobispado y de los Obispados sufragáneos a
él" .
Es evidente la alusión al denominado concilio de Jerusalén, tenido en
torno al año 50 ("esto tiene autoridad y principio de los Apóstoles").
Es innegable, así mismo, el conocimiento de la vía conciliar como
camino para la reforma eclesiástica.
En la constitución décima para los naturales se prescribe, para la
administración del bautismo, el Manual Romano (que evidentemente no es
el Ritual romano, que no se publicó hasta en 1614), prefiriéndolo al
Manual Sevillano, cuyos ritos eran demasiado largos; en cambio,
determinó que para los españoles se usase el Manual Sevillano .

6. La reforma tridentina en España y América
a) Felipe II y Trento
Por pragmática de 12 de julio de 1564, Felipe II confirmó todos los
decretos tridentinos y los elevó a categoría de leyes del reino . La
promulgación de Trento en el Perú tuvo lugar por medio de la real
cédula de 18 de octubre de 1565.
Mandó además –cumpliendo lo ordenado por Trento– que en sus reinos se
celebrasen cuanto antes concilios provinciales en las metrópolis,
también en las americanas, para recibir el espíritu tridentino y
aplicar sus disposiciones. Todas las provincias españolas celebraron
concilio en otoño de 1565, es decir, con un ligero retraso con
respecto a lo dispuesto, con excepción de Sevilla. El concilio de
Santiago de Compostela se reunió en Salamanca entre el 7 de septiembre
de 1565 y el 28 de abril de 1566. El hecho de celebrarse en Salamanca
pudo influir en que Santo Toribio adoptase el símbolo compostelano al
celebrar el III Limense, debiendo corregir posteriormente las actas en
este punto, por indicación expresa de la Santa Sede.
b) El segundo Limense (1567-1568)
En 1566 Jerónimo de Loaysa convocó, pues, el segundo Limense para
aplicar al virreinato los decretos tridentinos. Este concilio se abrió
el 2 de marzo de 1567 y duró hasta el 21 de enero de 1568. El número
de diócesis sufragáneas de Lima había aumentado desde 1551: a las ya
existentes se habían agregado las de La Plata, Paraguay, Santiago de
Chile y La Imperial. Eran, pues, nueve los obispos que debían acudir
al concilio, pero en realidad se reducían a seis, pues las sedes de
Cuzco, Nicaragua y Santiago estaban vacantes. Todavía se redujo más el
número de asistentes, y sólo se hallaron presentes cuatro obispos:
Jerónimo de Loaysa (Lima), fray Domingo de Santo Tomás Navarrete
(Charcas), fray Pedro de la Peña (Quito) y fray Antonio de San Miguel
(La Imperial); los tres primeros, dominicos, y el cuarto, franciscano.
Concurrieron, además, cuatro procuradores: el licenciado Francisco
Toscano, arcediano del Cuzco por la jurisdicción de su iglesia, sede
vacante, y el bachiller Cristóbal Sanches, canónigo del Cuzco, por el
cabildo; el licenciado Bartolomé Martínez, arcediano de Lima, por el
cabildo de esta ciudad, y Juan de Andueza, chantre de Lima, como
procurador del cabildo de La Plata. También asistieron los
provinciales de las cuatro Órdenes religiosas que residían en el Perú:
fray Pedro de Toro, provincial de los dominicos; fray Juan del Campo,
provincial de los franciscanos; fray Juan de San Pedro, provincial de
los agustinos y fray Miguel de Orenes, provincial de los mercedarios.
Como consultores intervinieron en las deliberaciones fray Juan de Roa,
mercedario, fray Diego de Medellín, guardián del convento de Jesús de
Lima, fray Francisco de la Cruz , fray Juan Vega y fray Melchor
Ordóñez
El segundo Limense promulgó y ordenó la aplicación de los decretos
tridentinos . Durante once meses, los conciliares discutieron y
redactaron las 132 constituciones para españoles y las 122 para indios
y para encargados de la enseñanza de los indígenas Sus actas fueron
muy extensas y hay que distinguir dos partes fundamentales. En la
primera se contienen las disposiciones dogmáticas y disciplinares:
administración de los sacramentos, normas sobre las imágenes y
reliquias, deberes y obligaciones de los prelados y sacerdotes,
administración de los bienes eclesiásticos, seminarios, parroquias,
trato de los naturales, etc. La segunda parte está dedicada a
cuestiones misioneras: sobre los sacramentos impartidos a los indios,
las doctrinas y doctrineros, organización de las escuelas, fundaciones
de iglesias y hospitales y sobre la idolatría y pecados de los
indígenas.
Al comienzo de las Constituciones para españoles se refiere al
capítulo segundo de la sesión XXIV tridentina, sobre la reforma por la
vía conciliar, que aplicaron a la letra . Los obispos peruanos
profesaron la fe por el Símbolo niceno. Recibieron íntegramente los
decretos tridentinos y aceptaron expresamente las definiciones
dogmáticas declaradas por Trento. Especial énfasis pusieron en
reformar el sacerdocio, como eco lejano de la reforma pedida por el
Concilio de Constanza in capite et in membris, y de la más próxima
voluntad de Trento.
c) La Junta Magna de 1568
La complejidad del momento (tensión con la Santa Sede ,
intensificación de la piratería turca y berberisca en el Mediterráneo,
la guerra en los Países Bajos, insurrección morisca, las revueltas de
los encomenderos americanos, etc.) exigían algunos cambios en la
actitud evangelizadora de la corona española. Por ello, y no sólo para
estudiar esas mejoras de carácter religioso, sino también otras de
orden político, Felipe II convocó en Madrid la Junta Magna de 1568 ,
pilotada por el cardenal don Diego de Espinosa, obispo de Sigüenza y
presidente del Consejo de Castilla. De esta Junta saldrían las
instrucciones para la ordenación de la vida eclesiástica americana,
que serían entregadas a los dos nuevos e influyentes virreyes: don
Martín Enríquez, para Nueva España, y Francisco de Toledo, para el
Perú . Algunas directrices fueron secretas y se desconocen todavía .
Finalmente, la Junta inspiró una importante recopilación legislativa,
que recibe el nombre de Código Ovandino, llevada a cabo en 1569-1570 .
En el punto segundo de las resoluciones se indicaba a Francisco de
Toledo que procurase aumentar el número de diócesis de las provincias
americanas (y que realizase una inspección del territorio para
penetrar en los problemas que aquejaban al virreinato). El nuevo
virrey recibió algunas indicaciones sobre las posibles demarcaciones
territoriales de nuevas diócesis. En el punto tercero se aconsejaba
que los nuevos prelados hubiesen residido en América por algún tiempo,
a fin de que tuviesen experiencia de los problemas del Nuevo Mundo. En
el punto quinto se instaba al virrey a que fomentase las visitas
pastorales episcopales. En el punto sexto se determinaba que los
concilios provinciales se celebrasen cada dos años, y los sínodos,
cada año. En el punto duodécimo se justificaba la licencia dada a los
jesuitas para que pasasen a Nueva España y al Perú y se insistía en
que incrementase su número en aquellas tierras, porque se esperaba
mucho de su labor pastoral, a pesar de la oposición de las Órdenes
misioneras ya establecidas en aquellos parajes, que eran los
dominicos, franciscanos, agustinos y mercedarios.
Muchas instrucciones se referían a los indios. Se evitaba tratar sobre
los catecismos de indios y la administración de los sacramentos a
éstos, "por ser materia muy larga y porque se presupone que esto (como
cosa que tanto importa) estará proveydo sufficientemente" (n. 21);
pero se instaba a que se reunieran concilios provinciales para revisar
tales cuestiones sacramentales. En la disposición veintidós se animaba
a las autoridades civiles a crear escuelas a todos los niveles, y que
en ellos se estudiase la doctrina cristiana por medio de cartillas y
libros a propósito. En cuanto a los templos y a la liturgia, se
recomendaba evitar la excesiva suntuosidad y, en cambio, proveer para
que hubiera templos en todos los lugares. A pesar de las discusiones
sobre si los indios debían o no pagar los diezmos, la Junta determinó
que se cobrasen los diezmos sin distinción de indios o españoles,
aunque moderando su cobro en los casos en que se viese que los
tributantes carecían de recursos suficientes.
También aconsejó "reducir" a los indios a poblados, para que viviesen
"políticamente"; recomendó un trato más paternal y bondadoso con los
indígenas; manifestó su desagrado por la intromisión de los misioneros
en cuestiones políticas, so pretexto de proteger a los naturales; se
preocupó por las fricciones entre los religiosos, por una parte, y los
obispos y el clero secular, por otra; sugirió cercenar, siguiendo las
indicaciones de Trento, los privilegios de las Órdenes en los temas de
jurisdicción; prestó atención a la selección de los misioneros; etc.
Finalmente, la Junta determinó implantar el tribunal de la Inquisición
en México, Lima, Santafé de Bogotá y Santo Domingo. Hasta entonces los
prelados diocesanos habían detentado la condición de inquisidores
apostólicos. Instruida la causa, debía remitirse el expediente a la
metrópoli. A partir de 1570 se estableció una jurisdicción especial,
que avocó a sí una serie de causas. Sólo los indios quedaron
sustraídos al tribunal de la Inquisición, permaneciendo bajo la
jurisdicción del ordinario diocesano .
Antes de reestructurar la organización administrativa y política del
virreinato, Toledo decidió, siguiendo las indicaciones recibidas por
la Junta, realizar una larga visita al virreinato, que le ocupó desde
noviembre de 1571 a marzo de 1572 (en la práctica, estuvo
continuamente de visita, durante períodos más o menos continuados,
desde 1570 a 1575). De sus investigaciones surgieron tres documentos
de suma importancia, cuya veracidad no vamos a discutir ahora, aunque,
en líneas generales, se pueden considerar redactados de buena fe y
después de una atenta consideración y comprobación de los hechos
recogidos, aunque con la evidente intención de buscar apoyo a las
disposiciones de la corona. Sus pesquisas comenzaron ya en 1570, con
sus célebres Informaciones . A ellas siguió el Parecer de Yucay, que
data de 1571, anónimo, aunque atribuido por algunos a fray García de
Toledo . El tercer documento se conoce con el nombre de Historia
índica, y fue redactado por Pedro de Sarmiento de Gamboa . Los tres
memoriales estaban destinados a demostrar la ilegitimidad del señorío
inca.
d) José de Acosta en el Perú
Mientras tanto, el 28 de abril de 1572 José de Acosta llegaba a Lima ,
donde encontró una sociedad colonial en plena efervescencia, después
de las largas y penosas guerras civiles y el levantamiento de los
encomenderos contra las Leyes Nuevas. Como consecuencia de la
inestabilidad social, y quizá también por una mala programación de la
tarea evangelizadora, los frutos apostólicos habían sido relativamente
escasos, sobre todo si se comparaban con los cosechados en la Nueva
España. Los misioneros estaban descorazonados. Estas fueron las
primeras impresiones que tuvo Acosta cuando pudo conversar con los
sacerdotes que misionaban el Incario. Es cierto que Jerónimo de Loaysa
había encauzado la tarea pastoral, pero los resultados no podían
apreciarse todavía.
En 1576 terminaba de redactar Acosta su De procuranda indorum salute
, una obra capital para entender el espíritu del II Concilio Limense
(1567-68). Este libro es la mejor exposición del II Limense, y
preanuncia muchas soluciones pastorales que se adoptarán en el III
Limense, celebrado pocos años después (1582-83) . No es posible, en
efecto, comprender el desarrollo de la Iglesia en el virreinato del
Perú, y más concretamente en el arzobispado de Lima, al margen de este
extraordinario manual misionológico. El De procuranda expresa el clima
que se preparaba en Sudamérica y que habría de dar frutos tan copiosos
en el siglo XVII. En esta obra hallamos sintetizada, además, la
quintaesencia de la teología española de aquellos años: el tema del
universalismo de la salvación, las disputas acerca de la necesidad de
la fe explícita en Cristo, las discusiones sobre la capacidad de los
indios para los sacramentos, y el debate sobre la libertad humana ante
la llamada del Evangelio; y todo, con gran erudición tanto patrística
como escolástica.
Demostrando un talante liberal y conciliador, la actitud de Acosta en
el tema de los justos títulos. se acomodó a las circunstancias.
Estimaba imprudente y dañoso volver a encender la polémica sobre los
derechos de la corona española al dominio de las Indias. Quién sabe si
esa actitud suya pudo ser el comienzo de su distanciamiento del
visitador Juan de la Plaza, mucho más radical en los planteamientos,
como ya hemos visto al exponer sus escrúpulos de conciencia. Acosta,
pues, se mostró más contemporizador . Con todo, no era lícito hacer la
guerra a los bárbaros por causa de infidelidad, incluso contumaz; ni
por los crímenes contra naturaleza; ni para defender indios inocentes,
frente a sus propios tiranos (De procuranda, II, caps. 2-6).
Acosta no se mostró partidario del método lascasiano de la
"predicación apostólica", porque lo consideraba peligroso, y propuso
el método de las "entradas", o sea, las expediciones misionales
protegidas por soldados (II, cap. 12). Supuesto este contexto, su plan
misional se podría resumir en unos pocos puntos: 1) rechazar el
desaliento, porque la semilla del Evangelio también daría sus frutos
en las tierras sureñas americanas; 2) conservar las costumbres
autóctonas que no fuesen contra la razón, y procurar una promoción
natural de los indios, sobre la base de un plan educativo bien
madurado que los "redujese" a modos de vida civilizados; 3) no negar
los sacramentos de la Eucaristía y de la confesión a los naturales,
con tal de que estuviesen mínimamente dispuestos, porque sería
negarles el alimento sobrenatural; 4) que los sacerdotes fuesen en
todo ejemplares y desinteresados, que aprendiesen lenguas, para
hacerse entender de los naturales, y que conociesen a fondo las
tradiciones culturales del Incario. También sugería no precipitarse en
bautizar, hasta que los naturales hubiesen mostrado, con su cambio de
conducta, que deseaban verdaderamente el bautismo.
El respeto de las costumbres no contrarias a la razón, que constituye
el primer principio de toda inculturación cristiana, debió de chocar,
probablemente, con la política de la corona, que pretendía
"españolizar" más profundamente las Indias; pero se hallaba en
perfecta continuidad con la praxis pastoral novohispana, desarrollada
ya por los franciscanos y agustinos mexicanos. Aunque por las fechas
en que Acosta terminaba la redacción del De procuranda ya se habían
descubierto fenómenos de sincretismo religioso en Nueva España, es
probable que Acosta no los tomara en consideración, por el distinto
comportamiento religioso que se podía observar comparando la cultura
azteca con el Incario. (En la práctica, las sistemáticas
"extirpaciones" de idolatrías no comenzarían, en el arzobispado de
Lima, hasta 1610, y durarían hasta 1650. Acosta, para cuando empezaron
los "visitadores" su cometido, ya había fallecido, de regreso en
España).
Por lo que respecta a la ejemplaridad de los misioneros y de los
españoles en general, señalaba Acosta que tres eran los pecados de
éstos que estorbaban sobremanera la predicación y la educación en la
fe de los naturales: la avaricia, la deshonestidad y la violencia. Por
el contrario, tres eran las virtudes que disponían especialmente al
buen éxito de la evangelización: la sobriedad de vida, la renuncia de
todas las cosas y la mansedumbre (De procuranda, I, cap. 12, 1).
Especial importancia concedía Acosta a la ejemplaridad del ministro en
la práctica de la virtud cristiana de la castidad y de la
mortificación.
El plan misional acostiano tenía ribetes humanistas. Partía él de que
la "rudeza de los bárbaros nacía no tanto de la naturaleza, cuanto de
la falta educación y de las malas costumbres" (De procuranda, I, cap.
8). Por consiguiente, aunque "las costumbres de los indios –se refería
evidentemente a los pobladores del Incario– fuesen desvergonzadas, por
dejarse llevar de la gula y de la lujuria sin control alguno y por la
práctica, con increíble tenacidad, de la superstición" (De procuranda,
I, cap. 7, 3), también para ellos había salvación si se les educaba .
Acosta ofrecía, además, una descripción etnográfica completísima del
virreinato peruano, y recomendaba a los confesores de indios el
estudio atento de las costumbres religiosas de los naturales y de sus
tradiciones mitológicas. Al mismo tiempo, suspiraba por tener buenos
teólogos "académicos" en el Nuevo Orbe (cfr. De procuranda, IV, cap.
9), que pudiesen iluminar doctrinalmente los "nuevos asuntos", las
"costumbres nuevas" y las "nuevas leyes y contratos". Teólogos que, en
definitiva, orientasen, a la luz de la fe, "las nuevas formas de vida
todas muy distintas". Clamaba, pues, por una teología académica
genuinamente "peruana", quizá estimulado por el buen éxito de la
teología académica mexicana, que ofrecía tan buenos frutos desde 1553.
Las referencias a los nuevos problemas planteados en América
constituyen un indicio de que el clima en el Perú estaba cambiando.
Parecen indicar que surgía una sociedad criolla, cada vez más pujante
y urbanizada, con una serie de problemas sociales y económicos
propios, con una vida local rica en acontecimientos e independiente de
la metrópoli. Lógicamente, la jerarquía eclesiástica comprendió la
especial trascendencia de una pastoral apropiada para esa nueva
sociedad americana, que presentaba problemas no fáciles de resolver,
precisamente por su novedad. No parece descabellado implicar a los
jesuitas en la toma de conciencia de estos nuevos problemas, como
atestigua el tempranero libro de Acosta. De esta forma, la
evangelización, que hasta entonces había estado muy polarizada a la
conversión de los indios, comenzó a bascular hacia los españoles e
hijos de españoles, aunque no de forma exclusiva, lo cual se percibe
también en numerosos pasajes del De procuranda.
En efecto, notables son las indicaciones pastorales en el libro III
del De procuranda, capítulos 16-18, donde habla de los encomenderos,
del laboreo de los metales y de otros problemas derivados de la
explotación económica de las Indias. "Los sacerdotes, cuando traten en
sus sermones sobre las encomiendas o bien oigan en confesión a los
encomenderos, no deben erigirse en censores exagerados, no sea que
perturben la paz inútilmente y lleven sin fruto la intranquilidad a
los corazones, que no estaría bien que destruyesen con su propia
autoridad lo que por ley pública está establecido" (De procuranda,
III, cap. 16). Adviértase el tono conciliador, que ya habíamos
descubierto en su análisis de los justos títulos o al justificar el
método de las "entradas". Acosta se caracterizó siempre, en sus
admoniciones pastorales, por una vía media, alejada de todo
extremismo. Quizá su actitud pueda parecer contemporizadora y, por
ello mismo, poco justa. Pero el jesuita era consciente de que la
justicia extrema puede provocar las mayores injusticias, sobre todo en
temas de justicia distributiva; y se comportaba y aconsejaba de
acuerdo con tal convicción.
e) El tercer Limense (1582-1583)
Fue convocado el III Limense por el arzobispo Toribio de Mogrovejo, en
1581, de común acuerdo con el virrey Martín Enríquez de Almansa . Se
abrió el 15 de agosto de 1582 y concluyó el 13 de octubre de 1583.
Estuvieron presentes, además del convocante, los obispos fray Pedro de
la Peña, dominico (Quito), que falleció durante el concilio; el
franciscano fray Antonio de San Miguel (La Imperial); don Sebastián de
Lartaún (Cuzco), que murió también durante las sesiones; el también
franciscano fray Diego de Medellín (Santiago de Chile); el dominico
fray Francisco de Victoria (Tucumán); don Alonso Granero de Avalos
(Charcas); y el dominico fray Alonso Guerra (La Plata). Asistieron
también el virrey Martín Enríquez de Almansa, procuradores de las
iglesias, cabildos, Órdenes religiosas (dominicos, franciscanos,
agustinos, mercedarios y jesuitas); y algunos consultores teólogos,
entre ellos los célebres Bartolomé de Ledesma, profesor en las
Universidades de México y San Marcos de Lima y después obispo de
Oaxaca, Luis López de Solís, profesor en San Marcos y después obispo
de Quito, y el jesuita José de Acosta, que fue el alma del concilio.
El concilio pasó por momentos de gran dificultad, provocados por los
célebres "pleitos cuzqueños", entre el obispo Lartaún y los curas y
vecinos de Cuzco. La muerte del virrey acentuó todavía más las
dificultades, por las tendencias secesionistas de algunos de los
prelados asistentes al concilio, que se constituyeron en conciliábulo.
Pero, al fin, el concilio pudo proseguir su camino y concluirse
felizmente con la promulgación de una serie de decretos, que habrían
de tener una notable influencia en la evangelización americana, hasta
finales del siglo XIX, cuando León XIII convocó, en Roma, el Concilio
Plenario Latinoamericano (1899).
Se han difundido diferentes versiones de la documentación del III
Limense. La mejor edición de las actas y decretos sobre el original ha
sido realizada por Francesco Leonardo Lisi, sin pretensiones
teológicas, aunque sí desde una perspectiva un tanto confrontativa con
la "historia canónica", por así decir. Lisi ofrece la versión latina
crítica con traducción propia. El códice más próximo al original
parece ser el que se conserva en el Archivo de Indias, que data de
1584 . La edición príncipe, cuidada por José de Acosta, se imprimió en
Madrid en 1591. Hay una versión oficial en romance castellano se hizo
una vez acabado el concilio, por mandato de Santo Toribio, que se
aparta con frecuencia del original latino. Enrique Bartra ha editado
el texto castellano, aunque ajustando las tres versiones manuscritas
castellanas auténticas que se conservan en Lima, San Lorenzo de El
Escorial y Real Academia de la Historia . Por todo ello, para la
versión española preferimos la traducción castellana realizada por
Lisi, directa del original latín, aunque confrontada con la edición de
Bartra.
Conocemos bien los detalles referentes a la convocatoria y desarrollo
de este concilio. Su acción primera constituye una breve pero
suficiente crónica de lo sucedido. Se comenzó leyendo las
disposiciones tridentinas sobre la convocatoria de concilios
provinciales, se hizo la profesión de fe de Nicea-Constantinopla
(según el modo romano), se abjuraron todos los errores condenados por
Trento, y tuvieron lugar largas sesiones en que se consideraron todas
las propuestas presentadas al concilio. Es interesante señalar que
"una vez finalizada la ceremonia [de abjuración de los errores
luteranos condenados por Trento], se leyó el antiguo y probado canon
del concilio toledano, tal como lo transmite el sínodo tridentino,
sobre el orden y modo de las mociones y el tratamiento de los temas
del sínodo, cuyo comienzo es: En el lugar de la bendición y se
determinó que había que proceder así en todo los asuntos a tratar […]"
.
La referencia al ordo del Concilio de Toledo de 1473, que remite al IV
Concilio nacional de Toledo del 633, capítulo 3, no debe engañarnos.
Se toma de una disposición tridentina y no directamente de la
tradición hispano-visigoda. Con todo es interesante la referencia, que
muestra, de algún modo, la pervivencia de la memoria histórica del
ciclo conciliar visigodo.
El tercer Limense señala, en su acción segunda, su más absoluto
respeto a la institución del patronato regio; se declara derogado el
primer Limense y se confirma en todos sus extremos el segundo Limense:
"Se ha de observar con total reverencia como estatutos canónicos lo
establecido más tarde por el concilio provincial reunido en esta
ciudad en el año 1567, ya que consta que fue convocado, celebrado y
promulgado según el rito y legítimamente, a excepción de lo que este
sínodo disponga de otra manera o revoque por exigirlo la razón del
tiempo y de las cosas" .
El primer Limense no sólo fue recusado porque algunos cánones habían
sido rechazados por la Sede Apostólica (por ejemplo, el relativo a la
dispensa del impedimento de consaguinidad en primer grado
transversal), sino sobre todo por no haber sido celebrado a la luz de
los decretos tridentinos, puesto que Trento se hallaba entonces
interrumpido. La cuestión tridentina era capital: no tenía sentido,
clausurado ya Trento, un concilio provincial que no recibiese los
decretos de éste. El segundo Limense, en cambio, ya había tenido en
cuenta las disposiciones tridentinas, y había sido convocado
expresamente, además, para su recepción.
Siguiendo las disposiciones tridentinas, el III Limense se marcó la tarea de
"editar un catecismo especial para toda esta provincia. Todos los
indios deberán aprenderlo según su capacidad y, por lo menos, los
niños saberlo de memoria y repetirlo los domingos y los días festivos
en las reuniones públicas de la Iglesia o recitarlo en parte, según
parezca oportuno para el provecho de otros" .
Además, habría que traducir ese catecismo a las lenguas indígenas. De
este programa pastoral-catequético se habría de encargar José de
Acosta bajo la guía pastoral de Santo Toribio.
f) Los instrumentos de pastoral del III Limense (1584-1585)
El ambicioso proyecto de evangelización se concretó finalmente en tres
catecismos relativamente cortos, preparados para la instrucción
inmediata de los indígenas (Doctrina cristiana, Catecismo breve para
los rudos y ocupados y un Catecismo mayor para los que son más
capaces); un extenso Tercer Catecismo o Catecismo por sermones,
redactado para facilitar la actividad pastoral de los misioneros; y un
Confesionario para los curas de indios, con unos interesantísimos
complementos pastorales (Suma de la fe católica para los enfermos,
unas indicaciones para confesores, abundante información sobre la
religión de los indios, etc.) . Todo ello se tradujo al quechua y al
aymará. El Tercer catecismo, que es la joya de estos instrumentos, se
estructura en treinta y un sermones explicativos de los artículos de
la fe.
En la provisión real, que precede a la Doctrina cristiana, donde se
recoge de modo sumario la historia de estas piezas catequéticas, el
rey Felipe II escribe:
"Por cuanto habiendo nuestra Real Persona proveído con el celo y
afecto con que desea y procura el bien de los naturales de estos
Reynos del Perú, se juntase y celebrase el Concilio Provincial, que
por decreto del sagrado Concilio de Trento está proveído se celebre
como cosa tan necesaria para la doctrina y conversión de dichos
naturales y formación de los sacerdotes que los han de doctrinar […]
Y, así, en cumplimiento de ello se juntó y congregó en la dicha ciudad
de Los Reyes el dicho Concilio Provincial […] Y entre otras cosas y
reformaciones proveyeron, ordenaron una Cartilla, Catecismos y
Confesionario y Preparación para el artículo de la muerte […] .
El rey se presenta como el agente principal, ejecutando las
disposiciones tridentinas, detalle que no carece de interés, puesto
que esta actitud real, plenamente asumida por el episcopado peruano,
será motivo después del fracaso (o fracaso a medias) de los concilios
cuarto y quinto.
La Doctrina cristiana trae las habituales piezas catequéticas: las
oraciones del cristiano (Paternoster, Avemaría, Credo y Salve), los
artículos de la fe (siete de la Divinidad y siete de la humanidad de
Cristo), los mandamientos de Dios y de la Iglesia, los siete
sacramentos, las obras de misericordia, las virtudes (teologales y
cardinales), los pecados capitales, los enemigos del alma, los cuatro
novísimos y la confesión general.
Viene después una Suma de la fe católica, donde se resumen los puntos
principales de nuestra fe, cuando haya que enseñarlos a los enfermos
que desean bautizarse con urgencia, y a los viejos y rudos. Esta Suma,
de una sola página de extensión, contiene cuatro puntos. Sobre Dios
debe enseñarse que es único, creador y remunerador; sobre la Trinidad,
que es Padre, Hijo y Espíritu Santo y que, no obstante, no son tres
dioses sino un solo Dios; sobre Jesucristo, que es Dios verdadero, que
nos redimió, y que resucitó y ascendió a los cielos; sobre la Iglesia,
que para salvarse "se ha de hacer cristiano, creyendo en Jesucristo" y
recibiendo el bautismo, y confesándose si pecó después de bautizarse.
Sigue un Catecismo breve para los rudos y ocupados, una Plática breve
en que se contiene la suma de lo que ha de saber el que se hace
cristiano, y un silabario. Todas las piezas van en las tres lenguas
mayoritarias del Incario.
El Catecismo mayor para los que son más capaces tuvo, al parecer, poca
circulación, a pesar de que sería recomendado por el sexto Limense, en
1772. Está redactado en forma de preguntas y respuestas, agrupadas en
los siguientes temas: una sección introductoria sobre la doctrina
cristiana en general, en la que se trata sobre la condición del hombre
(con preciosas indicaciones antropológicas); una parte segunda
relativa al Símbolo; una parte tercera sobre los sacramentos; una
cuarta parte sobre los mandamientos; y una parte quinta sobre el
Padrenuestro. Se trata, pues, de la estructura impuesta por el
Catecismo Romano. Las preguntas son breves y también concisas las
respuestas, que van en las tres lenguas del Incario.
El Tercero Catecismo o Catecismo por sermones es el instrumento
pastoral limense más importante. Después de un proemio, titulado: "Del
modo que se ha de tener en enseñar y predicar a los Indios" y de otras
advertencias, vienen treinta y un sermones, que se reparten de la
siguiente forma: nueve sobre la fe y algunos artículos que hay que
creer; ocho sobre los sacramentos; diez sobre los mandamientos; dos
sobre el Padrenuestro; y dos sobre los novísimos o postrimerías. Son
todos ellos de gran calidad teológica y, además, muy expresivos de la
vida cotidiana en las tierras del Virreinato.
El Confesionario para los curas de indios está constituido por un
conjunto de instrumentos, que son los siguientes: a) el Confesionario
en sentido estricto, según la estructura habitual, es decir, con una
serie de preguntas por cada uno de los preceptos del Decálogo, después
de las cuales siguen preguntas para las distintas profesiones: para
los caciques y curacas; para fiscales, alguaciles y alcaldes de
indios; y para hechiceros y confesores (de indios) o ichuris. El
Confesionario culmina con una plática y una serie de reprensiones; b)
unos complementos sobre las costumbres idolátricas de los indios, de
un gran valor etnográfico, algunos tomados del II Limense y otros del
Licenciado Polo de Ondegardo; y c) dos pequeños "Artes de bien morir",
seguidos de un sumario de indulgencias concedidas a los indios, de los
impedimentos del matrimonio y de un modelo de amonestaciones
prematrimoniales.
Para descubrir a los hechiceros se incluye un importante documento
titulado: "Los errores y supersticiones de los indios sacadas del
tratado y averiguación que hizo el licenciado Polo [de Ondegardo]".
Este documento está dividido en quince breves capítulos y constituye
una excelente presentación de la historia y de la vida civil y
religiosa de los indios del Incario en los tiempos anteriores a la
llegada de los españoles. Todavía hoy, al cabo de los siglos, es una
fuente preciosa de información etnográfica .
Por la estructura, en definitiva, y por muchos contenidos abiertamente
polémicos con el luteranismo, se advierte la intención de seguir las
indicaciones tridentinas y de inspirarse en el Catecismo romano,
aunque en sintonía con la rica tradición catequética hispana.
g) La publicación de las actas del III Limense
Acosta abandonó el Perú a mediados de 1586, dirigiéndose a la Nueva
España, donde se detuvo un tiempo. En septiembre de 1587 arribó a
España. Después de entrevistarse en Madrid con Felipe II y con el
nuncio apostólico, partió hacia Roma en 1588, donde permaneció dos
meses, presentó al papa las actas del III Limense y se volvió a
España. En 1592 regresó a Roma para intervenir en asuntos internos de
la Compañía, cuando los decretos del Limense ya habían sido publicados
en Madrid en 1591, en la oficina de Pedro Madrigal. De nuevo en España
en 1594, pasó a Salamanca, donde murió en 1600.
El 23 de abril de 1589, Acosta había dirigido una carta a Don Fernando
de Vega y Fonseca, presidente del Real Consejo de Indias,
presentándole el texto enmendado de los decretos limenses, según las
disposiciones de la Santa Sede. En esa carta, que se publicó con la
primera edición matritense del concilio, al hablar de la línea de
reforma conciliar se invocan, por vez primera en documentos de este
nivel (a menos que hayamos leído mal) los "primeros toledanos bajo los
godos" ("Toletana prima tempore Gothorum") . Esto se hace después de
invocar los concilios convocados por Carlomagno y Ludovico Pío. Todo
esto se dice como prueba de la primera afirmación de la carta: "Es
indudable, ilustrísimo señor, que la Iglesia siempre ha tenido en alta
estima los concilios provinciales".
h) El cuarto Limense (1591)
Cumpliendo las disposiciones pontificias sobre la periodicidad
conciliar en el Nuevo Orbe, Santo Toribio convocó el 28 de marzo de
1590 un nuevo concilio, que debía reunirse a mediados de octubre de
ese mismo año. Dadas las dificultades de los desplazamientos, en la
fecha prevista sólo había acudido un obispo sufragáneo, por lo que se
trasladó al 27 de enero de 1591. El virrey Don García Hurtado de
Mendoza obstaculizó todo lo que pudo la reunión del concilio,
exigiendo que hubiese autorización real para reunir la asamblea
eclesiástica . Con todo, el arzobispo abrió el concilio en la fecha
prevista, con la asistencia de un solo obispo (el de Cuzco), los
procuradores de cuatro obispos y un buen número de procuradores de
iglesias, prelados de Órdenes relgiiosas, etc. Al cabo de un mes y
medio había terminado, en un clima de gran serenidad y concierto.
Son interesantes las disposiciones del capítulo 15 ("que se ponga en
execución la proveído en el Concilio Provincial del año 83 pasado" );
y lo dispuesto en el capítulo 19, sobre el uso por todos (los frailes
y religiosos en las doctrinas) del Cathecismo, el Confessonario y el
Sermonario del III Limense, hechos en las lenguas de los naturales .
i) El quinto Limense (1601)
Con suficiente antelación, en 1596, Santo Toribio convocó concilio
para 1598, es decir, a los siete años del anterior, como disponían las
bulas pontificias. Convocaba también al obispo de Popayán, aunque
estaba en trámite la segregación de esa diócesis de la provincia de
Lima, para su incorporación a la provincia de Santafé de Bogotá. Una
serie de apelaciones de los sufragáneos sobre la legitimidad del
concilio y las noticias que el virrey Don Luis de Velasco trasmitió a
Felipe III, fueron la causa de que el rey manifestase su desagrado por
la celebración del concilio. En todo caso, la asamblea se celebró
durante el mes de marzo y medio mes de abril de 1601. La razón del
retraso es que los sufragáneos se excusaron de acudir al concilio so
pretexto de que era necesaria la autorización real para llevarlo a
cabo. Al mismo tiempo, argumentaban que el concilio anterior de 1591
había dado escaso fruto y había supuesto un gran dispendio de dinero y
de tiempo. En todo caso, sólo dos obispos asistieron al concilio,
además del convocante: el de Quito y el de Panamá.
A la vista de las dificultades habidas, Vargas Ugarte concluye: "Lo
sucedido en este Concilio sirvió para que en adelante nadie pensase en
convocar estas asambleas, a no ser que mediase una orden formal de la
Corona, pero ésta tampoco se interesó por que se celebraran y se
cumpliera lo dispuesto en el Concilio de Trento" .
Con el quinto Limense se cierra el ciclo conciliar de Santo Toribio.
El sexto pertenecerá al ciclo carolino, en plena Ilustración; los dos
últimos, hasta ahora (tres según otro cómputo) han tenido lugar en el
siglo XX, antes del Vaticano II.

7. Concilios limenses posteriores a Santo Toribio
Siglo y medio después del fallecimiento de Santo Toribio, Carlos III
ordenó la celebración de concilios provinciales. Lo hizo por la real
cédula del 21 de julio de 1769 dirigida a los metropolitanos del Nuevo
Mundo, conocida como el Tomo Regio. La respuesta episcopal al
requerimiento de la corona fueron cinco asambleas conciliares,
celebradas en México (1771), Manila (1771), Lima (1772), Charcas
(1774-1778) y Santa Fe de Bogotá (1774) .
El Tomo Regio de 1769 se proponía tres objetivos: exterminar las
doctrinas laxas (el "probabilismo" atribuido a los expulsos jesuitas),
restablecer la disciplina eclesiástica (en conventos y monasterios
sobre todo femeninos) y acrecentar la fe y la moral cristianas en los
fieles, tanto criollos como indígenas. Para lograrlos la real cédula
indicaba veinte puntos que los concilios deberían estudiar, la
advertencia a los obispos de evitar cualquier obstáculo que impidiera
la celebración del concilio y la prohibición expresa de tratar los
temas de inmunidad eclesiástica, reservados por el monarca. Era la
primera vez que la corona española fijaba los contenidos de un debate
conciliar, antes incluso que lo hiciera el Gran Duque de Toscana, en
1786, con su famoso memorial de cincuenta y siete puntos dirigidos a
los obispos de su jurisdicción territorial.
El arzobispo de Lima, Don Diego Antonio de Parada, convocó el 1 de
junio de 1770 el VI concilio provincial de Lima, que debería haber
comenzado sus sesiones el 1 de agosto de 1771. La inauguración del
concilio fue el 12 de enero de 1772, dominica infraoctava de Epifanía,
en que el metropolitano celebró misa solemne en la catedral a la que
asistieron los conciliares y los representantes del virrey Amat, y se
prolongó hasta el 5 de septiembre del año siguiente. De los ocho
obispos sufragáneos (Panamá, Quito, Trujillo, Huamanga, Arequipa,
Cuzco, Santiago y Concepción) asistieron sólo cuatro: Huamanga, Cuzco,
Santiago y Concepción.
En lo que interesa a nuestra exposición, señalemos que en el VI
Limense hay referencias al Tridentino y al III Limense. La más
destacada dice "que se guarde el Santo Concilio de Trento y el
Provincial de esta metrópoli del año 1583, en lo que no se derogare
por el presente" o fuese contrario a disposiciones posteriores de la
Santa Sede" . También se determinó que se enseñase la fe católica por
medio del Catecismo mayor para los que son más capaces del III
Limense, por ser muy conforme al Catecismo Romano; y que se preparase
una más abreviado para niños y "gente ruda" .
Ya en la era republicana no hubo concilios provinciales en el siglo
XIX. En el siglo XX se reanudó la tradición conciliar, con dos (tres?)
convocados para la recepción del Concilio Plenario Latinoamericano de
1899. Se celebró uno en 1909, que no ha quedado registrado, a pesar de
que hay actas y decretos; y otros dos en 1912 y 1927, respectivamente,
que se computan como séptimo y octavo.

8. La cuestión conciliar en tiempos de Santo Toribio
Ya señalamos con anterioridad (cfr. nota 1) que, con el paso de los
años, creció la intromisión de las autoridades civiles en la
convocatoria y en el desarrollo de los concilios provinciales
americanos. El primer Limense se celebró por sugerencia de Felipe II.
El segundo Limense, por mandato expreso de éste. El tercero, el más
libre en muchos aspectos de la intromisión real, fue el más fecundo y
el único aprobado casi inmediatamente por el Romano Pontífice (con
pocas enmiendas). No olvidemos, sin embargo, que el rey se comprometió
expresamente en la ratificación de los decretos por la Santa Sede. Con
todo, en el tercer Limense hay ya una referencia, aunque sólo
protocolaria, a la tradición conciliar toledana, recordando que los
reyes los convocaban, que dejará de ser cláusula de estilo para
convertirse en un motivo de discordia entre las autoridades
virreinales y el metropolitano limense en la última década del XVI,
con el cuarto y quinto Limense.
En efecto, en 1591 y, sobre todo en 1601 (ya con Felipe III), los
sufragáneos argumentaron que el metropolitano no gozaba de
jurisdicción para obligarles a desplazarse a Lima para tener concilio.
La idea quedó ahí, más o menos hibernada, para irrumpir nuevamente en
el sexto Limense, en tiempos de Carlos III, donde se debatió
intensamente en el mismo aula sinodal si los decretos conciliares
debían enviarse a Roma para su aprobación, o bastaba el visto bueno
del Consejo de Indias. La cuestión volvió a dormirse en los lustros de
la emancipación, hasta los primeros años del siglo XX, en que las
autoridades civiles republicanas obstaculizaron la celebración
concilios provinciales, so pretexto de que la convocatoria (o al menos
el placet) correspondencia al poder civil.
Resultaría ahora anacrónico –reconocida la libertad religiosa como un
derecho civil que es patrimonio de la cultura occidental–, que un
gobierno pretendiera entrometerse en la celebración de un concilio
provincial, pero la cosa no estaba tan clara en otros tiempos, sobre
todo cuando los reyes se sentían (y lo eran) patronos de la Iglesia; y
las autoridades republicanas se consideraban herederas de los
privilegios antes detentados por la corona española. Por esta razón,
la reforma de la Iglesia quedó condicionada durante siglos, en mayor o
menor medida, a la colaboración del poder civil. Es evidente que lo
que pudo parecer providencial en otras épocas, acabó resultando
perjudicial. Sólo los espíritus más clarividentes del momento, como lo
fue Santo Toribio de Mogrovejo en el siglo XVI, lo advirtieron y se
atrevieron a afrontar la cuestión, a un alto precio: mucho desgaste
ante sus sufragáneos y momentos de elevada tensión con las autoridades
metropolitanas y virreinales.

FUENTES
Nos ceñimos a las fuentes más accesibles de los cinco primeros
concilios provinciales peruanos, dos de Jerónimo Loaysa y tres de
Santo Toribio de Mogrovejo, aunque algunas ediciones incluyen también
el sexto Limense, perteneciente al ciclo carolino.
Juan TEJADA Y RAMIRO ofreció una versión abreviada de los decretos de
los seis Limenses, en los volúmenes V y VI de su serie Colección de
cánones y de todos los concilios de España y América, Imprenta de Don
Pedro Montero, Madrid 1849-1855.
Rubén VARGAS UGARTE, Concilios limenses (1551-1772), s/ed, Lima
1951-1954, 3 vols. (obra rara y de difícil consulta, de la que existe
una versión en microfichas preparada por CIDOC Project). Los dos
primeros volúmenes ofrecen los textos de los seis concilios del ciclo
colonial, con una breve, pero excelente presentación. El tercer
volumen es una historia de esos mismos concilios, con preciosos
apéndices documentales.
Hay edición crítica de los tres primeros concilios limenses: Francisco
MATEOS, Constituciones de indios del primer Concilio Límense (1552),
en "Missionalia Hispanica", 7 (1950) 16-64; ID., Segundo Concilio
provincial Limense 1567, en "Missionalia Hispanica", 7 (1950) 211-296,
525-617; y Francesco Leonardo LISI, El Tercer Concilio Límense y la
aculturación de los indígenas sudamericanos. Estudio crítico con la
edición, traducción y comentario de las actas del concilio provincial
celebrado en Lima entre 1582 y 1583, Ediciones Universidad de
Salamanca ("Acta Salmanticensia. Estudios Filológicos", 233),
Salamanca 1990 (bilingüe) [es, con diferencia, la mejor edición, con
un excelente introducción].
Hay versión sólo castellana del III Límense: Enrique T. BATRA (ed.),
Tercer Concilio Límense 1582-1583, Publicaciones de la Facultad
Pontifícia y Civil de Teología de Lima, Lima 1982 (publica los
decretos, el sumario conservado en El Escorial, las reales cédulas de
convocatoria y aprobación, y cuatro cartas: de Santo Toribio, José de
Acosta, Cardenal Antonio Carafa y Cardenal Alejandro Peretti).
Juan Guillermo DURÁN (ed.), Doctrina cristiana, Catecismo Menor y
Mayor, Confesionario para los curas de indios y Tercero Catecismo o
sermonario, en ID., Monumenta Catechetica Hispanoamericana (siglo
XVI-XVIII), Publicaciones de la Facultad de Teología de la Universidad
Católica Argentina, Buenos Aires 1990, vol. II, "Introducción", pp.
331-445, "Instrumentos catequéticos" (en versión sólo castellana), pp.
421-741. Hay una edición facsimilar de todos los instrumentos
catequéticos del III Límense: Luciano PEREÑA (ed.), Doctrina
Christiana y Catecismo para instrucción de indios, ed. facsímil del
texto trilingüe de 1584, CSIC ("Corpus Hispanorum de Pace", 26-2),
Madrid 1985.

1 comentarios:

Luis MF dijo...

Es muy de agradecer esta síntesis no sólo erudita sino didáctica. Muy interesante la visión de la triple vía de reforma: a) conciliar, b) mística, c) teológica.
Personalmente pienso que la edición de Francisco Leonardo Lisi tiene graves problemas: el texto latino no responde a ningún manuscrito concreto, sino a lo que Lisi considera que es el manuscrito original. Lisi no ha parece haber trabajado directamente con los manuscritos peruanos del Cabildo Metropolitano de Lima. La primera edición de 1590, que es la normativa, es tomada como un manuscrito más, cuando es la edición legal, que fue la columna vertebral de las leyes canónicas de Sudamérica por tres siglos. El lector queda prendado del aparato crítico de Lisi, que es un filólogo y no un historiador, y puede llegar a pensar que la versión castellana que da refleja la ley del Tercer Limense, y no es así: esa traducción es la traducción a un texto hipotético creado por la habilidad filológica de Lisi, no de un manuscrito concreto. Por ejemplo, no las correcciones romanas aparecen en nota, cuando fueron parte del cuerpo legal. El texto castellano, en definitiva, no sirve para conocer lo que fue ley en Perú, sino la traducción de un "original" de un filólogo.
En ese sentido, son más fiables las versiones de Vargas Ugarte, aunque no fáciles de conseguir. La versión castellana de Bartra está más cerca de lo que dispuso el concilio, puesto que presenta tres versiones castellanas reales con las correcciones romanas.
Probablemente lo que habría que hacer, si hubiera un interés en la comunidad científica, es una edición que presentara la edición oficial aprobada por Roma y Madrid de 1590 y una traducción castellana. Algo así como se hizo con el Tercer Concilio Mexicano en las dos ediciones promovidas por Galván Rivera: Concilio III provincial Mexicano, celebrado en México el año de 1585, confirmado en Roma por el Papa Sixto V y mandado observar por el gobierno español, en diversas reales órdenes. Ilustrado con muchas notas del R. P. Basilio Arrillaga, de la Compañía de Jesús, y un apendice con los decretos de la Silla apostólica relativos a esta santa iglesia, que constan en el Fasti Novi Orbis y otros posteriores y algunos mas documentos interesantes; con cuyas adiciones formará un código de Derecho Canónico de la Iglesia Mexicana. Publicado con las licencias necesarias por Mariano Galván Rivera. Segunda edición en latín y castellano. Barcelona, imprenta de Manuel Miró y D. Marsá.

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