Mostrando entradas con la etiqueta concilio limense. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta concilio limense. Mostrar todas las entradas

miércoles, noviembre 30, 2011

SANTO TORIBIO DE MOGROVEJO Y EL III CONCILIO LIMENSE

Conferencia ofrecida en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de
Lima el 26 de junio de 2008.

Revista Teológica Limense. Vol. XLIV – Nº 2 – 2010, pp.271-275


SANTO TORIBIO DE MOGROVEJO Y EL III CONCILIO LIMENSE


En la historia de la Iglesia en el Perú existe un hito muy importante
y significativo: el III Concilio Provincial de Lima, celebrado entre
el 15 de agosto de 1582 y el 18 de octubre de 1583. Sus disposiciones
esenciales rigieron en el ámbito sudamericano durante más de tres
siglos, hasta el Concilio Plenario Latino-Americano realizado en Roma
en 1900.
Sin duda la figura central del III Concilio limense fue Santo Toribio
Alfonso de Mogrovejo, segundo arzobispo de Lima. Había ingresado en su
arquidiócesis el 11 de mayo de 1581 y la primera tarea episcopal que
se le imponía era la convocatoria a la magna asamblea. Ya el Concilio
de Trento había determinando (en la sesión 24 del 11 de noviembre de
1563) que el Concilio Provincial debería celebrarse cada tres años.
Pero dadas las difíciles condiciones geográficas de Iberoamérica, se
permitió que para nuestros países los plazos se ampliaran. Santo
Toribio convocó el concilio para que iniciase el 15 de agosto de 1582.
La carta del arzobispo se cursó a los obispos sufragáneos por
duplicado, y a algunos de ellos por triplicado, "de suerte que no
pudiesen pretender ignorancia de ello".
La diócesis sufragáneas de la de Lima eran nueve: Cuzco, Quito,
Popayán, Santiago de Chile, La Imperial, Tucumán, Paraguay, Panamá y
Nicaragua. En los momentos de la convocatoria Panamá y Nicaragua
estaban vacantes; el prelado de Popayán se hallaba impedido. Así que
asistieron, desde un principio, los dos de Chile (fray Diego de
Medellín y Fray Antonio de San Miguel); el de Paraguay (fray Alonso
Guerra); y el del Cuzco (Lartaún); tres meses después llegó el anciano
obispo de Quito, fray Pedro de la Peña; y a los seis meses llegaron
los obispos de Charcas (Granero de Ávalos) y de Tucumán (fray
Francisco de Victoria).
De esos prelados cinco eran religiosos: tres dominicos (Peña, Guerra y
victoria), dos franciscanos (los dos chilenos; Medellín y San Miguel);
y tres eran del clero secular: el propio santo Toribio y los del Cuzco
y Charcas (o La Plata); Lartaún y Granero.
Además de los obispos asistieron Procuradores de las diócesis y de los
religiosos, Por los cabildos eclesiásticos: de Lima (Martínez y
Balboa); de Quito (Muñiz); de La Plata (Villarverche), de Santiago de
Chile (León), de La Imperial (Medel), de Nicaragua (Ortiz); de clero
de Lima (Azevedo), del clero del Cuzco (Lezo), del clero de Charcas o
La Plata (Manrique).
Los superiores religiosos que asistieron fueron: los dominicos Domingo
de la Parra y Luis de la Cuadra; el franciscano Jerónimo de
Villacarrillo; el agustino Juan de Almaraz; el mercedario Nicolás de
Ovalle, y el Jesuita Juan de Atienza.
Los teólogos fueron: Bartolomé de Ledesma O.P., obispo de Oaxaca; Juan
del Campo OFM y Luis López OSA, José de Acosta SJ. Y Antonio de
Molina, canónigo de Lima. Y como canonistas los doctores Pedro
Gutiérrez, Hernando Vásquez y Francisco de Vega.
En el grupo de teólogos el más notable fue sin duda el P. José de
Acosta, de la Compañía de Jesús, excelso misionólogo, más también
científico sabio, consejero prudente y de pasmosa erudición. De él ha
escrito don Vicente Rodríguez Valencia, biógrafo de Santo Toribio: "La
Providencia le colocó al lado de Santo Toribio. Es uno de los frutos
mejor logrados y más completos de la decisión de San Francisco de
Borja -tercer general de la Compañía- de enviar a las Indias jesuitas
de los más calificados de su Orden" (Rz. Valencia, I, 205). Fue
insigne colaborador y leal amigo del santo arzobispo.
Infortunadamente un Concilio de tanta trascendencia para la
evangelización de Iberoamérica, y a cuyos miembros había sido tan
difícil congregar, presentó casi desde el comienzo serias
perturbaciones, enojosas quejas y acusaciones de eclesiásticos y
civiles del Cuzco contra el obispo Sebastián de Lartaún. Habría sido
mejor que esas cuestiones hubiesen sido derivadas a otras instancias.
Pero Santo Toribio, con buena intención, creyó que las cosas se
arreglarían dentro de las mismas sesiones conciliares. Pero el asunto
fue de mal en peor, y no por culpa del arzobispo. Entre dimes y
diretes los temas esenciales del Concilio no se trataban sino que las
discusiones versaban sobre el asunto Lartaún, quien se veía apoyado
por los obispos de Tucumán, Paraguay, Santiago y Charcas. Este grupo
actuó de manera incorrecta, apasionada, e incluso violenta.
Sustrajeron documentos de la causa de Lartaún, papeles sumamente
importantes. El obispo de Tucumán, actor principal y organizador de
estos sucesos (según Rodríguez Valencia) llegó al extremo
incalificable de arrojar en el horno encendido de una panadería los
documentos del proceso. El arzobispo amenazó con la excomunión a los
obispos favorecedores de Lartaún. Indudablemente, como afirma el P.
Vargas Ugarte al reseñar este lamentable trance conciliar, "la razón y
la justicia estaban del lado del Santo. Todos en la ciudad lo veían y
el secándolo dado por la actitud rebelde de los obispos dio motivo
para que la gente… repitiese que el Concilio andaba favoreciendo a
gente facinerosa" (H.I.P.; II, 65).
Sin serenarse aún los ánimos, el arzobispo obtuvo que se aprobasen los
capítulos ya listos y el 15 de agosto pudo realizarse la segunda
acción del Concilio, que comprende 44 de aquéllos.
El 22 de setiembre se celebró la tercera acción que consta de también
de 44 capítulos; y como los obispos de Chile deseaban volver cuanto
antes a sus sedes, se determinó que la cuarta sesión se tuviese el 28
de octubre.
Pero un acontecimiento imprevisto iba a apresurar las cosas. En las
actas de esa tercera sesión, al final se lee lo siguiente:
"Habiendo fallecido el nueve de octubre, atacado por rápida
enfermedad, el Revmo. Obispo del Cuzco, es decir, Sebastían de Lartaún
y urgiendo a los Reverendísimos de Chile navegar a sus Iglesias, por
acuerdo de los Padres se decretó anticipar la acción para el
domingo…trece de octubre…". El turbulento prelado, causa de tantas
discordias, tuvo tiempo de hacer testamento, en el cual perdonaba "a
todas aquellas personas que le han ofendido e injuriado… para que Dios
N.S. le perdone sus culpas y pecados y les s pide perdón si les ha
injuriado". Indudablemente el desagradable caso de Lartaún significó
una enorme pérdida de tiempo para una asamblea conciliar de tanta
trascendencia y que había sido tan arduo reunir.
Afortunadamente no dejaron de laborar intensamente los teólogos y
traductores del Concilio, en especial el padre José de Acosta, en
quien recaía la responsabilidad de preparar los textos doctrinales y
canónicos más importantes. Se trataba de la finalidad principal del
Concilio: preparar los Catecismos, Confesonario, Sermonario y demás
escritos referentes a la evangelización de los indios, a fin de
uniformar y facilitar su instrucción en la fe.
La cuarta sesión se realizó el 13 de octubre de 1583 (el obispo
Lartaún habia fallecido cuatro días antes). Abarca 25 capítulos, de
los que hay que destacar el noveno, que trata "de los días de fiesta
que se han de guardar". Pa los españoles son 38 y para los indios 12
(aparte de los días domingos).
Con cierto apresuramiento, y ya embarcados para Chile (los obispos de
Santiago y La imperial), se verificó el 18 de octubre la quinta y
última sesión. Se celebró ésta en la Catedral de Lima, con solamente
cinco decretos. Se encarga que el Metropolitano (esto es, San
Toribio) dé por aprobado el Confesonario (preparado por el P. Acosta)
y que se distribuya a todas las diócesis sufragáneas el sumario de los
decretos del II Concilio limense del Arzobispo Loayza (1567), adecuado
texto que el III Concilio asumió e hizo suyo.
El arzobispo Mogrovejo aprobó todo lo actuado con fecha 21 de
diciembre de 1583. Finalmente, y para acatar celosamente las
obligaciones del Real Patronato, vistos los textos conciliares por el
Papa, el rey Felipe II ordenó su cumplimiento por Real Cédula suscrita
en El Escorial el 18 de setiembre de 1591, exactamente once años
después de la convocatoria en Badajoz el 19 de setiembre de 1580.
¿Cuál fue la producción teológica, doctrinal, y canónica del III
Concilio limense? En primer término los decretos publicados en las
cinco "acciones". Luego el sumario del Concilio limense de 1567.
Luego vienen los célebres textos doctrinales preparados por el P. José
de Acosta y que son:
I
CATECISMO
DOCTRINA CRISTIANA Y CATECISMO PARA INSTRUCCIÓN DE LOS INDIOS (Lima,
1586). Comprende: Catecismo. Breve para rudos y ocupados. Catecismo
Mayor para los que son más capaces. Anotaciones sobre las traducciones
quechua y aymara.
II
CONFESIONARIO
Confesionario (con los diez mandamientos).- Instrucción contra
ceremonias y ritos de la gentilidad.- Errores y supersticiones de los
indios (texto del licenciado Polo de Ondegardo.- Preparación para la
muerte. Letanía de los Santos.
III
SERMONARIO
Comprende el llamado "Tercero Catecismo y Exposición de la doctrina
cristiana por sermones (en castellano, quechua y aymara)". Son 31
sermones sobre temas religiosos y morales.
Los textos mencionados fueron publicados primeramente en Lima en tres
cuerpos distingos en 1584 y 1585. Fueron los primeros libros editados
en Sudamérica en la imprenta de Antonio Ricardo.
Los traductores que asumieron la ardua tarea de verter a las lenguas
nativas los textos catequéticos fueron:
1. Grupo quechuista: el doctor Juan de Balboa, canónigo de la
catedral de Lima, prebendato de la diócesis del Cuzco; el P. Bartolomé
de Santiago, jesuita, criollo, de Arequipa; Francisco Carrasco,
sacerdote diocesano, mestizo del Cuzco. Los revisores fueron: Juan de
Almaraz, OSA; Pedro Bedón, OP; Alonso Diaz y Lorenzo González, O de M;
Blas Valera y Martín de Soto, S.J.
2. Grupo aymarista: P. Blas Valera y P. Bartolomé de Santiago,
jesuitas; eventualmente los mercedarios Nicolás de Ovalle y Alonso
Díaz.
En el año 1985 el Consejo Superior de Investigaciones Científicas de
Madrid a través del Corpus Hispanorum de Pace, se propuso la
importante tarea de realizar la edición facsímil de los textos del III
Concilio limense, utilizando el valiosísimo ejemplar completo que
existe en la biblioteca diocesana de Cuenca (España). El volumen
resultante fue elaborado bajo la dirección del notable americanista
español Luciano Pereña y consta de 785 páginas tamaño 13 x 20 cms.
No obstante las dificultades y tropiezos ocasionados por el asunto del
Obispo Lartaún, el Concilio III limense "en lo que toca a los decretos
doctrina, sacramentos y reformación" mostró la conformidad de los
prelados. Ello confortó a Santo Toribio y le compensó de los días
amargos y las tribulaciones sufridas por causas ajenas a las altas
finalidades pastorales de la magna asamblea. Concluimos citando las
palabras del biógrafo de Santo Toribio, Vicente Rodríguez Valencia:
"El Arzobispo Sto. Toribio fue indudablemente el alma de toda aquella
labor interna, canónica y pastoral, que cuajó en la redacción de las
Actas" (ob. Cit. P. 242)..
El Concilio III limense estuvo vigente en las once diócesis de la
Provincia eclesiástica de Lima y lo aceptó también Santa Fe de Bogotá,
la otra Metropolitana del Continente sudamericano. (cf. Ibid. p. 245).

P. Armando Nieto Vélez, S.J.
Profesor de la Facultad de Teología
Pontificia y Civil de Lima

La teología conciliar en tiempos de Santo Toribio de Mogrovejo



La teología conciliar en tiempos de Santo Toribio de Mogrovejo
Josep-Ignasi SARANYANA
Universidad de Navarra

Publicado en Revista Peruana de Historia Eclesiástica, 9, 2006, pp. 125-160


1. Los concilios limenses
Durante la etapa colonial se celebraron seis concilios provinciales en
la Archidiócesis de Lima: 1551-52, 1567, 1582, 1591, 1601 y 1772. Los
dos primeros fueron convocados por el arzobispo Jerónimo de Loaysa
(1498-1575), dominico. Los tres siguientes por el arzobispo Toribio de
Mogrovejo (1538-1606), secular. El sexto por el arzobispo Diego
Antonio de Parada (1698-1779), secular. Ya en nuestra época ha habido
otros dos (¿tres?) concilios provinciales en 1909 (?), 1912 y 1927.
El primer Concilio Limense (1551-1552) se celebró un lustro después de
la creación, en enero de 1545, de la provincia eclesiástica de Lima; a
los ocho años de entrar Loaysa en esa nueva diócesis, en 1543; y
apenas a dos años de la pacificación del Perú. El segundo Limense,
presidido también por Loaysa, se inscribió en el ciclo conciliar
desplegado en los territorios de la corona española para la recepción
de Trento. Tuvo lugar en 1567-1568. Fue un concilio inspirado en las
disposiciones tridentinas, sobre todo las del último período, en que
se redactaron los decretos de reforma. La óptica había cambiado
ligeramente: si en el primero había primado los planteamientos
característicos de la teología profética española, en el segundo
concilio se subrayó la reforma tridentina, con su fuerte impronta
sacramental. El tercer Limense, celebrado en 1582-1583, bajo la
presidencia del arzobispo Santo Toribio de Mogrovejo, tuvo como
protagonista destacado al jesuita José de Acosta (1540-1600). Ha sido,
con diferencia, el más importante y el único que ha recibido la
aprobación pontificia en 1588. El cuarto Límense tuvo lugar también en
tiempos de Santo Toribio, en 1591. Se convocó para la recepción del
tercer Límense y se celebró precisamente en el mismo año en que se
publicaron oficialmente los decretos del tercero. El quinto concilio
se llevó a cabo en 1601, en medio de muchas dificultades, porque
algunos sufragáneos apelaron su convocatoria. El embrollo provocó el
disgusto del rey Felipe III y una recriminación de la corona a Santo
Toribio. El sexto Limense se inscribe en el ciclo carolino, es decir,
en la reforma regalista preconizada por Carlos III. Los tres últimos
ya en el siglo XX. Uno, que no se contabiliza, celebrado en Lima en
1909, que ejecutaba la voluntad del Concilio Plenario Latinoamericano
de 1899 ; y el de 1912, que fue el séptimo. Finalmente el de 1927, que
fue el octavo, llevado a cabo para la recepción del Código
pío-benedictino de 1917.



2. La reforma por vías conciliares
Ecclesia semper reformanda es un aforismo católico, acuñado en el Bajo
Medievo (quizá en tiempos del Concilio de Vienne, 1311-1312), que
después se divulgó también en medios protestantes, aunque con distinto
sentido.
Para los católicos nada esencial hay que cambiar en la Iglesia fundada
por Cristo, porque su itinerario in terris ha sido substancialmente
bueno. Los resultados han sido queridos por Cristo y alcanzados bajo
la guía el Espíritu Santo, que es el alma de la Iglesia. Sin embargo,
la Iglesia está constantemente necesitada de reforma tam in capite
quam in membris, porque, aunque santa, sus miembros son pecadores. Es,
pues, "sancta simul et semper purificanda" (Lumen gentium, 8). Como lo
expresa alegóricamente la esposa del Cantar: "Soy negra pero hermosa,
hijas de Jerusalén" (nigra sum sed formosa, filiae Jerusalem).
La teología protestante se apropió esta frase como algo
característico, aunque cambiando su sentido. Fue popularizada por la
tradición hugonote, es decir, por los reformados calvinistas. Para los
protestantes, la Iglesia (también como institución) debe ser
reformada, porque en un momento determinado se apartó de sus raíces.
En consecuencia, no basta la purificación de los miembros; es preciso
volver a los primeros estadios, anteriores a esa supuesta gran
traición.
Guy Bédouelle sostiene que en ámbitos católicos ha habido dos vías
tradicionales de reforma: la vía conciliar, de carácter institucional;
y la vía mística, de plegaria, santidad y sacrificio . A estas dos
vías habría que añadir –a mi entender– una tercera vía, que me parece
fundamental: la vía teológica, es decir, el desarrollo de los
estudios teológicos.
La vía conciliar remonta a los primeros tiempos de la Iglesia. Es
conocido, en efecto, el canon quinto del primer concilio ecuménico
celebrado en Nicea en 325:
"Téngase concilio primeramente antes de la cuaresma, para que,
arrancados todos los fingimientos, se pueda ofrecer solemnemente a
Dios una ofrenda pura; reúnase un segundo concilio en las proximidades
del otoño" .
A comienzos del siglo VI, se mitigó esta disposición, pasándose a una
frecuencia simplemente anual, por la dificultad que suponía una
convocatoria bianual. El cuarto Concilio ecuménico de Letrán ratificó
tal obligación:
"No omitan los metropolitanos celebrar concilios provinciales con los
sufragáneos todos los años, como se sabe determinaron antiguamente los
padres" .
Como tampoco resultaba factible una convocatoria anual, el Concilio
ecuménico de Constanza legisló que se celebrasen trienalmente:
"Quod concilia provincialia fiant saltem de triennio in triennium" .
Situándose en la tradición que acabo de describir, el Tridentino
lamentaba que se hubiese descuidado la saludable costumbre de reunir
periódicamente concilios provinciales . Debía convocarse además un
concilio intra annum, es decir, en el plazo máximo de un año a contar
desde la clausura de Trento, "pro moderandis moribus, corrigendis
excessibus, aliisque ex sacris canonibus permissis" (para moderar las
costumbres, corregir los abusos y para otras cosas determinadas por
los sagrados cánones de los concilios), para manifestar su obediencia
al Romano Pontífice y para rechazar todas las doctrinas que el
Tridentino hubiese condenado. Debería ser presidido por el
metropolitano o, en caso de no haberlo, por el obispo más antiguo. El
año comenzaba a contar a partir del 4 de diciembre de 1563.
San Pío V mitigó más todavía la obligación trienal, disponiendo que en
América re reuniese concilio provincial quinquenalmente. En 1583,
Gregorio XIII amplió el plazo a septenal; finalmente Paulo V, en 1610,
determinó que la frecuencia fuese cada doce años. Es importante tomar
estos datos en cuenta, para comprender las cuitas de conciencia de
Loaysa y de Mogrovejo.


3. La vía conciliar en los reinos hispánicos y América
Por lo que sabemos, tanto en América como en la metrópoli, confluyeron
cinco tradiciones canónico-teológico-pastorales. Por orden de
antigüedad: a) la disciplina general de la Iglesia de celebrar
concilio provincial cada tres años; b) la tradición visigótica de
tener periódicamente concilios generales o nacionales, a los que el
rey presentaba concretas peticiones; c) la reforma impulsada por los
Reyes Católicos, con la celebración, entre otros, del Concilio de
Sevilla de 1512; d) las disposiciones tridentinas de reforma, que
primaban también la vía conciliar; y finalmente e) la celebración
inmediata de concilios provinciales, ordenada por Felipe II para la
más completa y exacta recepción de Trento.
De la disciplina general eclesiástica ya hemos hablado.
De la tradición visigoda habría que retener sólo su carácter
político-religioso. En los concilios nacionales visigodos intervenía
el monarca, que presentaba sus peticiones en forma de tomo regio, para
que se deliberase sobre ellas. En Hispania se celebraron, con carácter
general, doce concilios de Toledo. Dos de ellos tuvieron un relieve
particular: el tercero, de 589, que oficializó la conversión de
Recaredo, y el cuarto, de 633, que formalizó la costumbre del tomo
regio .
Pasados los siglos, los Reyes Católicos impulsaron la convocatoria
sínodos con vistas a la mejora del episcopado y del clero castellano.
Entre todos destaca el de Sevilla de 1512.


4. El Sínodo de Sevilla de 1512
Las sinodales del importante Concilio hispalense de 1512 rigieron en
América hasta cumplido el año 1545, porque las primeras diócesis
americanas fueron sufragáneas de Sevilla mientras no eran erigidas las
provincias eclesiásticas de ultramar . Fueron muchos los temas
tratados en el concilio con el deseo de solucionar la falta de
vitalidad de esa provincia eclesiástica . Siguiendo las costumbres de
la época, la asamblea no se limitó a establecer normas, sino señalar
penas eclesiásticas y pecuniarias.
Se exhortó a los clérigos a enseñar los misterios de la fe católica,
el Evangelio y las oraciones cristianas, no sólo a los cristianos
viejos, sino también a los judíos y mahometanos conversos al
cristianismo, así como a administrar correctamente los sacramentos en
las parroquias; a dar a conocer a los fieles las fiestas de la Iglesia
y cómo cumplir con el precepto cristiano, evitando en las fiestas
litúrgicas de precepto las comilonas, los vicios y los juegos, y
prohibiendo que se abriesen las tiendas y se realizase cualquier tipo
de trabajo que rompiese el descanso preceptuado; y se animó a castigar
a quienes acudiesen a adivinos y magos. También se estimuló a los
sacerdotes a cuidar espiritual y materialmente de los enfermos y
moribundos y a ejecutar con diligencia los testamentos (costumbre
arraigada en la época bajomedieval y expuesta en los "artes de bien
morir"); a evitar y a denunciar a las autoridades competentes las
personas que vivían públicamente en pecado, no cumplían con el
precepto pascual o permanecían voluntariamente en excomunión demasiado
tiempo, ya fueran clérigos o seglares. Con los pocos ejemplos
señalados se comprenderá que las disposiciones de 1512 contribuyeron a
una importante moralización de las costumbres públicas y privadas, y a
una mayor instrucción religiosa del pueblo cristiano.
En cuanto a los clérigos, se estimuló el rezo del oficio divino y la
celebración de la Santa Misa según unas mismas normas rituales para
toda la provincia eclesiástica; se encareció a oficiar con más
recogimiento, rechazando todo lo que pudiese perturbar al sacerdote y
la dignidad de la ceremonia; se prohibió a los párrocos jugar a naipes
o dados en las iglesias, y recibir más estipendios de los previstos.
Recomendó que los clérigos fueran graves en su conversación, modo de
andar y trato, vistiendo honestamente y rechazando todo tipo de
distintivos y colores llamativos en su ropa; animó a la austeridad en
la comida y bebida; les prohibió bailar o cantar canciones de
seglares, acudir a corridas de toros, blasfemar, jurar o pasear a
horas poco convenientes. Determinó que los sacerdotes confesasen y
comulgasen al menos en las tres pascuas del año (Resurrección,
Pentecostés y Navidad) con un sacerdote habilitado para oír
confesiones; exhortó a los clérigos a vivir en castidad y prohibió que
tuviesen concubinas y asistiesen a matrimonios o bautismos de sus
hijos o nietos y les dejasen donación o legado; también prohibió que
los clérigos se dedicasen al negocio de comestibles. Mandó que los
clérigos residieran en sus propias parroquias y dispuso que no se
ausentasen sin permiso del prelado.
Prohibió dar licencias a los religiosos para celebrar Misa, pues éstos
aprovechaban la obtención de licencias para cambiar de hábito; y
ordenar in sacris personas demasiado jóvenes. Exigió examinar a los
candidatos a órdenes, y determinó que se evitase la ordenación
sacerdotal sólo por recomendación de personas poderosas. Exhortó a los
clérigos a no celebrar matrimonios clandestinos y de forasteros sin
previa comprobación de que los cónyuges eran hábiles para el
matrimonio. Recomendó no admitir en las iglesias a cuestores,
limosneros o promulgadores de bulas o indulgencias sin previa
aprobación del obispo para evitar abusos y engaños a los fieles, y que
no se permitiese celebrar la Misa, sin más, a cualquier sacerdote.
Animó a los obispos a visitar una vez al año su diócesis o bien a
delegar en varones doctos las visitas. Dispuso, también, que no se
pudiese ser mayordomo de una iglesia por más de dos años y que se
rindiese cuentas públicamente de los gastos realizados; y que se
llevase un libro público, con las posesiones, fincas y tributos de
todas las iglesias, beneficios y bienes dejados para aniversarios,
fiestas y fundaciones.
Acerca del culto, estableció que hubiese un sagrario en sitio bien
construido y embellecido, y cerrado con llave, donde reservar el
Santísimo Sacramento, el óleo sagrado y las reliquias de los santos;
que se renovasen las especies eucarísticas cada ocho días y que se
lavasen los corporales al menos una vez al mes; que no se sacasen los
ornamentos de las iglesias ni se empeñasen o vendiesen los vasos y
ornamentos sagrados; que no se celebrase misa en casas particulares o
se administrase en ellas los sacramentos, sino en la iglesia, salvo in
articulo mortis; que no hubiese representaciones de autos teatrales o
de la pasión del Señor en el interior de los templos; y que el
sacristán custodiase las iglesias por las noches.
Es evidente que estas disposiciones sobre la vida clerical y litúrgica
reflejan con gran precisión las principales lacras de la vida
eclesiástica de la España renacentista, y que su aplicación supuso un
gran avance en la reforma del clero secular, muy abandonado durante la
crisis conciliarista y durante las largas guerras civiles del siglo
XV. Al mismo tiempo, tales sinodales contribuyeron a la dignificación
del culto y la "eucaristización" de la vida litúrgica, con todas las
implicaciones que tal paso significó para la mejora de la vida
espiritual del clero y de los fieles.
Se proscribieron las segundas nupcias sin haber enviudado todavía, o
mediando parentesco en grados prohibidos; también se prohibió a los
delincuentes que, huyendo de la justicia, se amparasen en las iglesias
durante demasiado tiempo y, en todo caso, se exigió a tales personas
un comportamiento decoroso y honesto mientras gozaban del privilegio
del fuero; se prohibió que el brazo secular encarcelase a ningún
eclesiástico ni causase daño a lugares o posesiones de iglesias o
monasterios, o violase sus derechos; se determinó que no se utilizasen
las iglesias para reuniones profanas; y se acordó que no se
construyesen fortalezas en las iglesias o cementerios.
El Sínodo de Sevilla fue, pues, un típico sínodo de reforma, con
especial atención a corregir las costumbres de los clérigos; a
restaurar el esplendor del culto; y a fomentar la formación
catequética del pueblo cristiano en los temas más fundamentales,
particularmente la vida sacramental, la moral matrimonial y el
cumplimiento dominical; con una importante incidencia en la
moralización de las costumbres públicas y en la reafirmación de los
fueros eclesiásticos. También introdujo orden en las cuentas
económicas de las iglesias parroquiales y en la administración de los
beneficios, y sancionó, mucho antes que Trento, la obligatoriedad de
la residencia para el clero con cura de almas.


5. La tradición conciliar en América anterior a Trento
Las asambleas eclesiásticas americanas más tempranas se reunieron en
la Nueva España, cuando todavía no habían sido erigidas las provincias
eclesiásticas americanas. Fueron las juntas mexicanas (1524-1545). A
ellas asistieron, desde 1531, Juan de Zumárraga (entonces ya obispo
electo de México) y Julián Garcés (obispo titular de Tlaxcala). A
partir de 1537 llegaron a participar en esas Juntas hasta tres o
cuatro obispos, siendo en la práctica verdaderos concilios
provinciales, a falta de algunas formalidades canónicas .
En Lima las cosas se desarrollaron con algún retraso, puesto que la
diócesis no fue erigida hasta 1542. Jerónimo de Loaysa no tomó
posesión hasta 1543, en plenas guerras civiles. En todo caso, ya el 11
de diciembre de 1544, Felipe II, entonces todavía regente de España,
instaba a Loaysa a reunirse con los obispos de Cuzco y Quito, aun
cuando no hubiese sido erigida la provincia eclesiástica:
"Si acaso a esa ciudad (Lima) se viniesen a juntar los obispos del
Cuzco y Quito, vos y ellos platicaréis las cosas que viéredes que son
necesarias proveerse, tocantes al aumento y ampliación de nuestra
santa fe católica y a la edificación y buen servicio de las iglesias
de vuestros obispados y proveeréis en ello lo que viéredes que
conviene".
Como Lima no era todavía arzobispado y el Perú se hallaba inmerso en
las largas y sangrientas guerras civiles, Loaysa tuvo que conformarse
con preparar una importante Instrucción, en forma de sinodales,
dirigida a los sacerdotes que eran curas o doctrineros de indios. La
Instrucción fue terminada en 1545, en plena guerra civil peruana, e
impuesta como obligatoria a todos los curas que estaban bajo su
jurisdicción .
Dominada por La Gasca la rebelión de Gonzalo Pizarro y pacificado el
Perú, volvió Loaysa a ocuparse de su Instrucción, que corrigió y
revisó, contando con el parecer del mismo La Gasca, con el obispo de
Quito y con el oidor de Lima. Acabada la corrección en febrero de
1549, fue firmada por el arzobispo y entregada para su ejecución .
Erigida ya la provincia eclesiástica, Loayza escribía en 1549 al rey
informándole de su intención de convocar concilio provincial .
El primer Concilio limense fue convocado por el dominico Loaysa .
Ninguno de los sufragáneos acudió personalmente a la celebración. Unos
se excusaron y otros ni siquiera lo hicieron. Los prelados convocados
fueron el dominico Fray Juan Solano, obispo de Cuzco; don García Díaz
de Arias, obispo de Quito; don Juan del Valle, obispo de Popayán y el
dominico Pablo de Torres, obispo de Tierra Firme. Rodrigo de Arcos,
clérigo, asistió en lugar del obispo de Panamá; el licenciado Juan
Fernández fue el representante del obispo de Quito; y el inquieto
presbítero Rodrigo de Loaysa representó a fray Juan Solano, obispo de
Cuzco. La sede del obispado de Nicaragua estaba vacante. Parece que
asistió a las sesiones el virrey don Antonio de Mendoza, recién
llegado a Lima, y los oidores. También estuvieron representados los
cabildos de Lima (por el deán Don Juan Toscano y el maestrescuela Don
Juan Cerviago); y el de Cuzco (por Fortún Sánchez de Olave). Acudieron
también y firmaron las actas los provinciales de las cuatro Órdenes
religiosas que residían y tenían conventos en Lima: fray Juan Bautista
Roca, de la Orden de Santo Domingo; fray Juan de Estacio, de la Orden
de San Agustín; y fray Miguel de Orenes, de la Orden de la Merced.
Como secretario actuó el canónico Agustín Arias. Las Órdenes
religiosas enviaron lo mejor que tenían. Además de los provinciales,
asistió el dominico fray Domingo de Santo Tomás, uno de los más
experimentados misioneros de indios que hubo en Perú y de los mejores
conocedores, tanto de la lengua nativa como de sus usos y costumbres;
y el minorita fray Francisco de Vitoria, primer comisario que la Orden
franciscana tuvo en el Perú. El Concilio se abrió el 4 de octubre de
1551 y fue concluido el 23 de enero de 1552.
Ciertas disposiciones del primer Limense plantearon algunas
perplejidades, de las cuales se hizo eco José de Acosta, pocos años
después. Por ejemplo, que se considerase suficiente, para recibir el
bautismo, una aceptación global de la fe de la Iglesia y la buena
voluntad del bautizando, en situaciones de urgencia o de indios muy
rudos ; que los indios fuesen excluidos, hasta que estuvieran bien
arraigados en la fe, de los sacramentos de la confirmación, Eucaristía
y el sacramento del orden . Un punto importante de este concilio, por
las consecuencias que acarreó, fue la disposición sobre los
matrimonios en grado prohibido: se dispuso que antes de bautizarse se
separasen y que si estaban casados verdaderamente, según sus ritos y
costumbres, se autorizase a ratificar el matrimonio en la Iglesia,
hasta que fuera consultado el asunto al Papa . El arzobispo consultó a
Roma el caso frecuente entre los incas del matrimonio con hermanas y
Pablo IV le respondió, según todos los indicios, con una reprimenda
por haber permitido la ratificación in facie Ecclesiae de tales
matrimonios.
En relación con el tema que nos ocupa –la reforma de la Iglesia por la
vía conciliar– lo único que hemos detectado en el primer Limense es
una substanciosa afirmación al comienzo del prólogo:
"Una de las mayores fuerza en que la Iglesia se sustenta y con que
mayor temor y flaqueza pone en sus enemigos es la Congregación de los
Concilios y Sínodos, esto tiene autoridad y principio de los
Apóstoles, príncipes y fundadores della y siempre la Iglesia regida en
todo por el Espíritu Santo lo [h]a continuado y pues en nuestros
tiempos [h]a sido Dios Nuestro Señor servido que se descubriesen estas
provincias que de inmensurable tiempo están pobladas de gentes, de
quien no leemos ni se [h]a podido entender tuviesen conocimiento de la
verdad ni se les [h]aya predicado el Evangelio, para dar orden
mediante su divina gracia y misericordia cómo se les predique y
enseñe nuestra sancta fee católica, pues son capaces de ello y
asimismo para dar orden al culto divino y servicio de las iglesias y
ministros dellas y corrección y enmienda de las vidas y costumbres de
los cristianos de este Arzobispado y de los Obispados sufragáneos a
él" .
Es evidente la alusión al denominado concilio de Jerusalén, tenido en
torno al año 50 ("esto tiene autoridad y principio de los Apóstoles").
Es innegable, así mismo, el conocimiento de la vía conciliar como
camino para la reforma eclesiástica.
En la constitución décima para los naturales se prescribe, para la
administración del bautismo, el Manual Romano (que evidentemente no es
el Ritual romano, que no se publicó hasta en 1614), prefiriéndolo al
Manual Sevillano, cuyos ritos eran demasiado largos; en cambio,
determinó que para los españoles se usase el Manual Sevillano .

6. La reforma tridentina en España y América
a) Felipe II y Trento
Por pragmática de 12 de julio de 1564, Felipe II confirmó todos los
decretos tridentinos y los elevó a categoría de leyes del reino . La
promulgación de Trento en el Perú tuvo lugar por medio de la real
cédula de 18 de octubre de 1565.
Mandó además –cumpliendo lo ordenado por Trento– que en sus reinos se
celebrasen cuanto antes concilios provinciales en las metrópolis,
también en las americanas, para recibir el espíritu tridentino y
aplicar sus disposiciones. Todas las provincias españolas celebraron
concilio en otoño de 1565, es decir, con un ligero retraso con
respecto a lo dispuesto, con excepción de Sevilla. El concilio de
Santiago de Compostela se reunió en Salamanca entre el 7 de septiembre
de 1565 y el 28 de abril de 1566. El hecho de celebrarse en Salamanca
pudo influir en que Santo Toribio adoptase el símbolo compostelano al
celebrar el III Limense, debiendo corregir posteriormente las actas en
este punto, por indicación expresa de la Santa Sede.
b) El segundo Limense (1567-1568)
En 1566 Jerónimo de Loaysa convocó, pues, el segundo Limense para
aplicar al virreinato los decretos tridentinos. Este concilio se abrió
el 2 de marzo de 1567 y duró hasta el 21 de enero de 1568. El número
de diócesis sufragáneas de Lima había aumentado desde 1551: a las ya
existentes se habían agregado las de La Plata, Paraguay, Santiago de
Chile y La Imperial. Eran, pues, nueve los obispos que debían acudir
al concilio, pero en realidad se reducían a seis, pues las sedes de
Cuzco, Nicaragua y Santiago estaban vacantes. Todavía se redujo más el
número de asistentes, y sólo se hallaron presentes cuatro obispos:
Jerónimo de Loaysa (Lima), fray Domingo de Santo Tomás Navarrete
(Charcas), fray Pedro de la Peña (Quito) y fray Antonio de San Miguel
(La Imperial); los tres primeros, dominicos, y el cuarto, franciscano.
Concurrieron, además, cuatro procuradores: el licenciado Francisco
Toscano, arcediano del Cuzco por la jurisdicción de su iglesia, sede
vacante, y el bachiller Cristóbal Sanches, canónigo del Cuzco, por el
cabildo; el licenciado Bartolomé Martínez, arcediano de Lima, por el
cabildo de esta ciudad, y Juan de Andueza, chantre de Lima, como
procurador del cabildo de La Plata. También asistieron los
provinciales de las cuatro Órdenes religiosas que residían en el Perú:
fray Pedro de Toro, provincial de los dominicos; fray Juan del Campo,
provincial de los franciscanos; fray Juan de San Pedro, provincial de
los agustinos y fray Miguel de Orenes, provincial de los mercedarios.
Como consultores intervinieron en las deliberaciones fray Juan de Roa,
mercedario, fray Diego de Medellín, guardián del convento de Jesús de
Lima, fray Francisco de la Cruz , fray Juan Vega y fray Melchor
Ordóñez
El segundo Limense promulgó y ordenó la aplicación de los decretos
tridentinos . Durante once meses, los conciliares discutieron y
redactaron las 132 constituciones para españoles y las 122 para indios
y para encargados de la enseñanza de los indígenas Sus actas fueron
muy extensas y hay que distinguir dos partes fundamentales. En la
primera se contienen las disposiciones dogmáticas y disciplinares:
administración de los sacramentos, normas sobre las imágenes y
reliquias, deberes y obligaciones de los prelados y sacerdotes,
administración de los bienes eclesiásticos, seminarios, parroquias,
trato de los naturales, etc. La segunda parte está dedicada a
cuestiones misioneras: sobre los sacramentos impartidos a los indios,
las doctrinas y doctrineros, organización de las escuelas, fundaciones
de iglesias y hospitales y sobre la idolatría y pecados de los
indígenas.
Al comienzo de las Constituciones para españoles se refiere al
capítulo segundo de la sesión XXIV tridentina, sobre la reforma por la
vía conciliar, que aplicaron a la letra . Los obispos peruanos
profesaron la fe por el Símbolo niceno. Recibieron íntegramente los
decretos tridentinos y aceptaron expresamente las definiciones
dogmáticas declaradas por Trento. Especial énfasis pusieron en
reformar el sacerdocio, como eco lejano de la reforma pedida por el
Concilio de Constanza in capite et in membris, y de la más próxima
voluntad de Trento.
c) La Junta Magna de 1568
La complejidad del momento (tensión con la Santa Sede ,
intensificación de la piratería turca y berberisca en el Mediterráneo,
la guerra en los Países Bajos, insurrección morisca, las revueltas de
los encomenderos americanos, etc.) exigían algunos cambios en la
actitud evangelizadora de la corona española. Por ello, y no sólo para
estudiar esas mejoras de carácter religioso, sino también otras de
orden político, Felipe II convocó en Madrid la Junta Magna de 1568 ,
pilotada por el cardenal don Diego de Espinosa, obispo de Sigüenza y
presidente del Consejo de Castilla. De esta Junta saldrían las
instrucciones para la ordenación de la vida eclesiástica americana,
que serían entregadas a los dos nuevos e influyentes virreyes: don
Martín Enríquez, para Nueva España, y Francisco de Toledo, para el
Perú . Algunas directrices fueron secretas y se desconocen todavía .
Finalmente, la Junta inspiró una importante recopilación legislativa,
que recibe el nombre de Código Ovandino, llevada a cabo en 1569-1570 .
En el punto segundo de las resoluciones se indicaba a Francisco de
Toledo que procurase aumentar el número de diócesis de las provincias
americanas (y que realizase una inspección del territorio para
penetrar en los problemas que aquejaban al virreinato). El nuevo
virrey recibió algunas indicaciones sobre las posibles demarcaciones
territoriales de nuevas diócesis. En el punto tercero se aconsejaba
que los nuevos prelados hubiesen residido en América por algún tiempo,
a fin de que tuviesen experiencia de los problemas del Nuevo Mundo. En
el punto quinto se instaba al virrey a que fomentase las visitas
pastorales episcopales. En el punto sexto se determinaba que los
concilios provinciales se celebrasen cada dos años, y los sínodos,
cada año. En el punto duodécimo se justificaba la licencia dada a los
jesuitas para que pasasen a Nueva España y al Perú y se insistía en
que incrementase su número en aquellas tierras, porque se esperaba
mucho de su labor pastoral, a pesar de la oposición de las Órdenes
misioneras ya establecidas en aquellos parajes, que eran los
dominicos, franciscanos, agustinos y mercedarios.
Muchas instrucciones se referían a los indios. Se evitaba tratar sobre
los catecismos de indios y la administración de los sacramentos a
éstos, "por ser materia muy larga y porque se presupone que esto (como
cosa que tanto importa) estará proveydo sufficientemente" (n. 21);
pero se instaba a que se reunieran concilios provinciales para revisar
tales cuestiones sacramentales. En la disposición veintidós se animaba
a las autoridades civiles a crear escuelas a todos los niveles, y que
en ellos se estudiase la doctrina cristiana por medio de cartillas y
libros a propósito. En cuanto a los templos y a la liturgia, se
recomendaba evitar la excesiva suntuosidad y, en cambio, proveer para
que hubiera templos en todos los lugares. A pesar de las discusiones
sobre si los indios debían o no pagar los diezmos, la Junta determinó
que se cobrasen los diezmos sin distinción de indios o españoles,
aunque moderando su cobro en los casos en que se viese que los
tributantes carecían de recursos suficientes.
También aconsejó "reducir" a los indios a poblados, para que viviesen
"políticamente"; recomendó un trato más paternal y bondadoso con los
indígenas; manifestó su desagrado por la intromisión de los misioneros
en cuestiones políticas, so pretexto de proteger a los naturales; se
preocupó por las fricciones entre los religiosos, por una parte, y los
obispos y el clero secular, por otra; sugirió cercenar, siguiendo las
indicaciones de Trento, los privilegios de las Órdenes en los temas de
jurisdicción; prestó atención a la selección de los misioneros; etc.
Finalmente, la Junta determinó implantar el tribunal de la Inquisición
en México, Lima, Santafé de Bogotá y Santo Domingo. Hasta entonces los
prelados diocesanos habían detentado la condición de inquisidores
apostólicos. Instruida la causa, debía remitirse el expediente a la
metrópoli. A partir de 1570 se estableció una jurisdicción especial,
que avocó a sí una serie de causas. Sólo los indios quedaron
sustraídos al tribunal de la Inquisición, permaneciendo bajo la
jurisdicción del ordinario diocesano .
Antes de reestructurar la organización administrativa y política del
virreinato, Toledo decidió, siguiendo las indicaciones recibidas por
la Junta, realizar una larga visita al virreinato, que le ocupó desde
noviembre de 1571 a marzo de 1572 (en la práctica, estuvo
continuamente de visita, durante períodos más o menos continuados,
desde 1570 a 1575). De sus investigaciones surgieron tres documentos
de suma importancia, cuya veracidad no vamos a discutir ahora, aunque,
en líneas generales, se pueden considerar redactados de buena fe y
después de una atenta consideración y comprobación de los hechos
recogidos, aunque con la evidente intención de buscar apoyo a las
disposiciones de la corona. Sus pesquisas comenzaron ya en 1570, con
sus célebres Informaciones . A ellas siguió el Parecer de Yucay, que
data de 1571, anónimo, aunque atribuido por algunos a fray García de
Toledo . El tercer documento se conoce con el nombre de Historia
índica, y fue redactado por Pedro de Sarmiento de Gamboa . Los tres
memoriales estaban destinados a demostrar la ilegitimidad del señorío
inca.
d) José de Acosta en el Perú
Mientras tanto, el 28 de abril de 1572 José de Acosta llegaba a Lima ,
donde encontró una sociedad colonial en plena efervescencia, después
de las largas y penosas guerras civiles y el levantamiento de los
encomenderos contra las Leyes Nuevas. Como consecuencia de la
inestabilidad social, y quizá también por una mala programación de la
tarea evangelizadora, los frutos apostólicos habían sido relativamente
escasos, sobre todo si se comparaban con los cosechados en la Nueva
España. Los misioneros estaban descorazonados. Estas fueron las
primeras impresiones que tuvo Acosta cuando pudo conversar con los
sacerdotes que misionaban el Incario. Es cierto que Jerónimo de Loaysa
había encauzado la tarea pastoral, pero los resultados no podían
apreciarse todavía.
En 1576 terminaba de redactar Acosta su De procuranda indorum salute
, una obra capital para entender el espíritu del II Concilio Limense
(1567-68). Este libro es la mejor exposición del II Limense, y
preanuncia muchas soluciones pastorales que se adoptarán en el III
Limense, celebrado pocos años después (1582-83) . No es posible, en
efecto, comprender el desarrollo de la Iglesia en el virreinato del
Perú, y más concretamente en el arzobispado de Lima, al margen de este
extraordinario manual misionológico. El De procuranda expresa el clima
que se preparaba en Sudamérica y que habría de dar frutos tan copiosos
en el siglo XVII. En esta obra hallamos sintetizada, además, la
quintaesencia de la teología española de aquellos años: el tema del
universalismo de la salvación, las disputas acerca de la necesidad de
la fe explícita en Cristo, las discusiones sobre la capacidad de los
indios para los sacramentos, y el debate sobre la libertad humana ante
la llamada del Evangelio; y todo, con gran erudición tanto patrística
como escolástica.
Demostrando un talante liberal y conciliador, la actitud de Acosta en
el tema de los justos títulos. se acomodó a las circunstancias.
Estimaba imprudente y dañoso volver a encender la polémica sobre los
derechos de la corona española al dominio de las Indias. Quién sabe si
esa actitud suya pudo ser el comienzo de su distanciamiento del
visitador Juan de la Plaza, mucho más radical en los planteamientos,
como ya hemos visto al exponer sus escrúpulos de conciencia. Acosta,
pues, se mostró más contemporizador . Con todo, no era lícito hacer la
guerra a los bárbaros por causa de infidelidad, incluso contumaz; ni
por los crímenes contra naturaleza; ni para defender indios inocentes,
frente a sus propios tiranos (De procuranda, II, caps. 2-6).
Acosta no se mostró partidario del método lascasiano de la
"predicación apostólica", porque lo consideraba peligroso, y propuso
el método de las "entradas", o sea, las expediciones misionales
protegidas por soldados (II, cap. 12). Supuesto este contexto, su plan
misional se podría resumir en unos pocos puntos: 1) rechazar el
desaliento, porque la semilla del Evangelio también daría sus frutos
en las tierras sureñas americanas; 2) conservar las costumbres
autóctonas que no fuesen contra la razón, y procurar una promoción
natural de los indios, sobre la base de un plan educativo bien
madurado que los "redujese" a modos de vida civilizados; 3) no negar
los sacramentos de la Eucaristía y de la confesión a los naturales,
con tal de que estuviesen mínimamente dispuestos, porque sería
negarles el alimento sobrenatural; 4) que los sacerdotes fuesen en
todo ejemplares y desinteresados, que aprendiesen lenguas, para
hacerse entender de los naturales, y que conociesen a fondo las
tradiciones culturales del Incario. También sugería no precipitarse en
bautizar, hasta que los naturales hubiesen mostrado, con su cambio de
conducta, que deseaban verdaderamente el bautismo.
El respeto de las costumbres no contrarias a la razón, que constituye
el primer principio de toda inculturación cristiana, debió de chocar,
probablemente, con la política de la corona, que pretendía
"españolizar" más profundamente las Indias; pero se hallaba en
perfecta continuidad con la praxis pastoral novohispana, desarrollada
ya por los franciscanos y agustinos mexicanos. Aunque por las fechas
en que Acosta terminaba la redacción del De procuranda ya se habían
descubierto fenómenos de sincretismo religioso en Nueva España, es
probable que Acosta no los tomara en consideración, por el distinto
comportamiento religioso que se podía observar comparando la cultura
azteca con el Incario. (En la práctica, las sistemáticas
"extirpaciones" de idolatrías no comenzarían, en el arzobispado de
Lima, hasta 1610, y durarían hasta 1650. Acosta, para cuando empezaron
los "visitadores" su cometido, ya había fallecido, de regreso en
España).
Por lo que respecta a la ejemplaridad de los misioneros y de los
españoles en general, señalaba Acosta que tres eran los pecados de
éstos que estorbaban sobremanera la predicación y la educación en la
fe de los naturales: la avaricia, la deshonestidad y la violencia. Por
el contrario, tres eran las virtudes que disponían especialmente al
buen éxito de la evangelización: la sobriedad de vida, la renuncia de
todas las cosas y la mansedumbre (De procuranda, I, cap. 12, 1).
Especial importancia concedía Acosta a la ejemplaridad del ministro en
la práctica de la virtud cristiana de la castidad y de la
mortificación.
El plan misional acostiano tenía ribetes humanistas. Partía él de que
la "rudeza de los bárbaros nacía no tanto de la naturaleza, cuanto de
la falta educación y de las malas costumbres" (De procuranda, I, cap.
8). Por consiguiente, aunque "las costumbres de los indios –se refería
evidentemente a los pobladores del Incario– fuesen desvergonzadas, por
dejarse llevar de la gula y de la lujuria sin control alguno y por la
práctica, con increíble tenacidad, de la superstición" (De procuranda,
I, cap. 7, 3), también para ellos había salvación si se les educaba .
Acosta ofrecía, además, una descripción etnográfica completísima del
virreinato peruano, y recomendaba a los confesores de indios el
estudio atento de las costumbres religiosas de los naturales y de sus
tradiciones mitológicas. Al mismo tiempo, suspiraba por tener buenos
teólogos "académicos" en el Nuevo Orbe (cfr. De procuranda, IV, cap.
9), que pudiesen iluminar doctrinalmente los "nuevos asuntos", las
"costumbres nuevas" y las "nuevas leyes y contratos". Teólogos que, en
definitiva, orientasen, a la luz de la fe, "las nuevas formas de vida
todas muy distintas". Clamaba, pues, por una teología académica
genuinamente "peruana", quizá estimulado por el buen éxito de la
teología académica mexicana, que ofrecía tan buenos frutos desde 1553.
Las referencias a los nuevos problemas planteados en América
constituyen un indicio de que el clima en el Perú estaba cambiando.
Parecen indicar que surgía una sociedad criolla, cada vez más pujante
y urbanizada, con una serie de problemas sociales y económicos
propios, con una vida local rica en acontecimientos e independiente de
la metrópoli. Lógicamente, la jerarquía eclesiástica comprendió la
especial trascendencia de una pastoral apropiada para esa nueva
sociedad americana, que presentaba problemas no fáciles de resolver,
precisamente por su novedad. No parece descabellado implicar a los
jesuitas en la toma de conciencia de estos nuevos problemas, como
atestigua el tempranero libro de Acosta. De esta forma, la
evangelización, que hasta entonces había estado muy polarizada a la
conversión de los indios, comenzó a bascular hacia los españoles e
hijos de españoles, aunque no de forma exclusiva, lo cual se percibe
también en numerosos pasajes del De procuranda.
En efecto, notables son las indicaciones pastorales en el libro III
del De procuranda, capítulos 16-18, donde habla de los encomenderos,
del laboreo de los metales y de otros problemas derivados de la
explotación económica de las Indias. "Los sacerdotes, cuando traten en
sus sermones sobre las encomiendas o bien oigan en confesión a los
encomenderos, no deben erigirse en censores exagerados, no sea que
perturben la paz inútilmente y lleven sin fruto la intranquilidad a
los corazones, que no estaría bien que destruyesen con su propia
autoridad lo que por ley pública está establecido" (De procuranda,
III, cap. 16). Adviértase el tono conciliador, que ya habíamos
descubierto en su análisis de los justos títulos o al justificar el
método de las "entradas". Acosta se caracterizó siempre, en sus
admoniciones pastorales, por una vía media, alejada de todo
extremismo. Quizá su actitud pueda parecer contemporizadora y, por
ello mismo, poco justa. Pero el jesuita era consciente de que la
justicia extrema puede provocar las mayores injusticias, sobre todo en
temas de justicia distributiva; y se comportaba y aconsejaba de
acuerdo con tal convicción.
e) El tercer Limense (1582-1583)
Fue convocado el III Limense por el arzobispo Toribio de Mogrovejo, en
1581, de común acuerdo con el virrey Martín Enríquez de Almansa . Se
abrió el 15 de agosto de 1582 y concluyó el 13 de octubre de 1583.
Estuvieron presentes, además del convocante, los obispos fray Pedro de
la Peña, dominico (Quito), que falleció durante el concilio; el
franciscano fray Antonio de San Miguel (La Imperial); don Sebastián de
Lartaún (Cuzco), que murió también durante las sesiones; el también
franciscano fray Diego de Medellín (Santiago de Chile); el dominico
fray Francisco de Victoria (Tucumán); don Alonso Granero de Avalos
(Charcas); y el dominico fray Alonso Guerra (La Plata). Asistieron
también el virrey Martín Enríquez de Almansa, procuradores de las
iglesias, cabildos, Órdenes religiosas (dominicos, franciscanos,
agustinos, mercedarios y jesuitas); y algunos consultores teólogos,
entre ellos los célebres Bartolomé de Ledesma, profesor en las
Universidades de México y San Marcos de Lima y después obispo de
Oaxaca, Luis López de Solís, profesor en San Marcos y después obispo
de Quito, y el jesuita José de Acosta, que fue el alma del concilio.
El concilio pasó por momentos de gran dificultad, provocados por los
célebres "pleitos cuzqueños", entre el obispo Lartaún y los curas y
vecinos de Cuzco. La muerte del virrey acentuó todavía más las
dificultades, por las tendencias secesionistas de algunos de los
prelados asistentes al concilio, que se constituyeron en conciliábulo.
Pero, al fin, el concilio pudo proseguir su camino y concluirse
felizmente con la promulgación de una serie de decretos, que habrían
de tener una notable influencia en la evangelización americana, hasta
finales del siglo XIX, cuando León XIII convocó, en Roma, el Concilio
Plenario Latinoamericano (1899).
Se han difundido diferentes versiones de la documentación del III
Limense. La mejor edición de las actas y decretos sobre el original ha
sido realizada por Francesco Leonardo Lisi, sin pretensiones
teológicas, aunque sí desde una perspectiva un tanto confrontativa con
la "historia canónica", por así decir. Lisi ofrece la versión latina
crítica con traducción propia. El códice más próximo al original
parece ser el que se conserva en el Archivo de Indias, que data de
1584 . La edición príncipe, cuidada por José de Acosta, se imprimió en
Madrid en 1591. Hay una versión oficial en romance castellano se hizo
una vez acabado el concilio, por mandato de Santo Toribio, que se
aparta con frecuencia del original latino. Enrique Bartra ha editado
el texto castellano, aunque ajustando las tres versiones manuscritas
castellanas auténticas que se conservan en Lima, San Lorenzo de El
Escorial y Real Academia de la Historia . Por todo ello, para la
versión española preferimos la traducción castellana realizada por
Lisi, directa del original latín, aunque confrontada con la edición de
Bartra.
Conocemos bien los detalles referentes a la convocatoria y desarrollo
de este concilio. Su acción primera constituye una breve pero
suficiente crónica de lo sucedido. Se comenzó leyendo las
disposiciones tridentinas sobre la convocatoria de concilios
provinciales, se hizo la profesión de fe de Nicea-Constantinopla
(según el modo romano), se abjuraron todos los errores condenados por
Trento, y tuvieron lugar largas sesiones en que se consideraron todas
las propuestas presentadas al concilio. Es interesante señalar que
"una vez finalizada la ceremonia [de abjuración de los errores
luteranos condenados por Trento], se leyó el antiguo y probado canon
del concilio toledano, tal como lo transmite el sínodo tridentino,
sobre el orden y modo de las mociones y el tratamiento de los temas
del sínodo, cuyo comienzo es: En el lugar de la bendición y se
determinó que había que proceder así en todo los asuntos a tratar […]"
.
La referencia al ordo del Concilio de Toledo de 1473, que remite al IV
Concilio nacional de Toledo del 633, capítulo 3, no debe engañarnos.
Se toma de una disposición tridentina y no directamente de la
tradición hispano-visigoda. Con todo es interesante la referencia, que
muestra, de algún modo, la pervivencia de la memoria histórica del
ciclo conciliar visigodo.
El tercer Limense señala, en su acción segunda, su más absoluto
respeto a la institución del patronato regio; se declara derogado el
primer Limense y se confirma en todos sus extremos el segundo Limense:
"Se ha de observar con total reverencia como estatutos canónicos lo
establecido más tarde por el concilio provincial reunido en esta
ciudad en el año 1567, ya que consta que fue convocado, celebrado y
promulgado según el rito y legítimamente, a excepción de lo que este
sínodo disponga de otra manera o revoque por exigirlo la razón del
tiempo y de las cosas" .
El primer Limense no sólo fue recusado porque algunos cánones habían
sido rechazados por la Sede Apostólica (por ejemplo, el relativo a la
dispensa del impedimento de consaguinidad en primer grado
transversal), sino sobre todo por no haber sido celebrado a la luz de
los decretos tridentinos, puesto que Trento se hallaba entonces
interrumpido. La cuestión tridentina era capital: no tenía sentido,
clausurado ya Trento, un concilio provincial que no recibiese los
decretos de éste. El segundo Limense, en cambio, ya había tenido en
cuenta las disposiciones tridentinas, y había sido convocado
expresamente, además, para su recepción.
Siguiendo las disposiciones tridentinas, el III Limense se marcó la tarea de
"editar un catecismo especial para toda esta provincia. Todos los
indios deberán aprenderlo según su capacidad y, por lo menos, los
niños saberlo de memoria y repetirlo los domingos y los días festivos
en las reuniones públicas de la Iglesia o recitarlo en parte, según
parezca oportuno para el provecho de otros" .
Además, habría que traducir ese catecismo a las lenguas indígenas. De
este programa pastoral-catequético se habría de encargar José de
Acosta bajo la guía pastoral de Santo Toribio.
f) Los instrumentos de pastoral del III Limense (1584-1585)
El ambicioso proyecto de evangelización se concretó finalmente en tres
catecismos relativamente cortos, preparados para la instrucción
inmediata de los indígenas (Doctrina cristiana, Catecismo breve para
los rudos y ocupados y un Catecismo mayor para los que son más
capaces); un extenso Tercer Catecismo o Catecismo por sermones,
redactado para facilitar la actividad pastoral de los misioneros; y un
Confesionario para los curas de indios, con unos interesantísimos
complementos pastorales (Suma de la fe católica para los enfermos,
unas indicaciones para confesores, abundante información sobre la
religión de los indios, etc.) . Todo ello se tradujo al quechua y al
aymará. El Tercer catecismo, que es la joya de estos instrumentos, se
estructura en treinta y un sermones explicativos de los artículos de
la fe.
En la provisión real, que precede a la Doctrina cristiana, donde se
recoge de modo sumario la historia de estas piezas catequéticas, el
rey Felipe II escribe:
"Por cuanto habiendo nuestra Real Persona proveído con el celo y
afecto con que desea y procura el bien de los naturales de estos
Reynos del Perú, se juntase y celebrase el Concilio Provincial, que
por decreto del sagrado Concilio de Trento está proveído se celebre
como cosa tan necesaria para la doctrina y conversión de dichos
naturales y formación de los sacerdotes que los han de doctrinar […]
Y, así, en cumplimiento de ello se juntó y congregó en la dicha ciudad
de Los Reyes el dicho Concilio Provincial […] Y entre otras cosas y
reformaciones proveyeron, ordenaron una Cartilla, Catecismos y
Confesionario y Preparación para el artículo de la muerte […] .
El rey se presenta como el agente principal, ejecutando las
disposiciones tridentinas, detalle que no carece de interés, puesto
que esta actitud real, plenamente asumida por el episcopado peruano,
será motivo después del fracaso (o fracaso a medias) de los concilios
cuarto y quinto.
La Doctrina cristiana trae las habituales piezas catequéticas: las
oraciones del cristiano (Paternoster, Avemaría, Credo y Salve), los
artículos de la fe (siete de la Divinidad y siete de la humanidad de
Cristo), los mandamientos de Dios y de la Iglesia, los siete
sacramentos, las obras de misericordia, las virtudes (teologales y
cardinales), los pecados capitales, los enemigos del alma, los cuatro
novísimos y la confesión general.
Viene después una Suma de la fe católica, donde se resumen los puntos
principales de nuestra fe, cuando haya que enseñarlos a los enfermos
que desean bautizarse con urgencia, y a los viejos y rudos. Esta Suma,
de una sola página de extensión, contiene cuatro puntos. Sobre Dios
debe enseñarse que es único, creador y remunerador; sobre la Trinidad,
que es Padre, Hijo y Espíritu Santo y que, no obstante, no son tres
dioses sino un solo Dios; sobre Jesucristo, que es Dios verdadero, que
nos redimió, y que resucitó y ascendió a los cielos; sobre la Iglesia,
que para salvarse "se ha de hacer cristiano, creyendo en Jesucristo" y
recibiendo el bautismo, y confesándose si pecó después de bautizarse.
Sigue un Catecismo breve para los rudos y ocupados, una Plática breve
en que se contiene la suma de lo que ha de saber el que se hace
cristiano, y un silabario. Todas las piezas van en las tres lenguas
mayoritarias del Incario.
El Catecismo mayor para los que son más capaces tuvo, al parecer, poca
circulación, a pesar de que sería recomendado por el sexto Limense, en
1772. Está redactado en forma de preguntas y respuestas, agrupadas en
los siguientes temas: una sección introductoria sobre la doctrina
cristiana en general, en la que se trata sobre la condición del hombre
(con preciosas indicaciones antropológicas); una parte segunda
relativa al Símbolo; una parte tercera sobre los sacramentos; una
cuarta parte sobre los mandamientos; y una parte quinta sobre el
Padrenuestro. Se trata, pues, de la estructura impuesta por el
Catecismo Romano. Las preguntas son breves y también concisas las
respuestas, que van en las tres lenguas del Incario.
El Tercero Catecismo o Catecismo por sermones es el instrumento
pastoral limense más importante. Después de un proemio, titulado: "Del
modo que se ha de tener en enseñar y predicar a los Indios" y de otras
advertencias, vienen treinta y un sermones, que se reparten de la
siguiente forma: nueve sobre la fe y algunos artículos que hay que
creer; ocho sobre los sacramentos; diez sobre los mandamientos; dos
sobre el Padrenuestro; y dos sobre los novísimos o postrimerías. Son
todos ellos de gran calidad teológica y, además, muy expresivos de la
vida cotidiana en las tierras del Virreinato.
El Confesionario para los curas de indios está constituido por un
conjunto de instrumentos, que son los siguientes: a) el Confesionario
en sentido estricto, según la estructura habitual, es decir, con una
serie de preguntas por cada uno de los preceptos del Decálogo, después
de las cuales siguen preguntas para las distintas profesiones: para
los caciques y curacas; para fiscales, alguaciles y alcaldes de
indios; y para hechiceros y confesores (de indios) o ichuris. El
Confesionario culmina con una plática y una serie de reprensiones; b)
unos complementos sobre las costumbres idolátricas de los indios, de
un gran valor etnográfico, algunos tomados del II Limense y otros del
Licenciado Polo de Ondegardo; y c) dos pequeños "Artes de bien morir",
seguidos de un sumario de indulgencias concedidas a los indios, de los
impedimentos del matrimonio y de un modelo de amonestaciones
prematrimoniales.
Para descubrir a los hechiceros se incluye un importante documento
titulado: "Los errores y supersticiones de los indios sacadas del
tratado y averiguación que hizo el licenciado Polo [de Ondegardo]".
Este documento está dividido en quince breves capítulos y constituye
una excelente presentación de la historia y de la vida civil y
religiosa de los indios del Incario en los tiempos anteriores a la
llegada de los españoles. Todavía hoy, al cabo de los siglos, es una
fuente preciosa de información etnográfica .
Por la estructura, en definitiva, y por muchos contenidos abiertamente
polémicos con el luteranismo, se advierte la intención de seguir las
indicaciones tridentinas y de inspirarse en el Catecismo romano,
aunque en sintonía con la rica tradición catequética hispana.
g) La publicación de las actas del III Limense
Acosta abandonó el Perú a mediados de 1586, dirigiéndose a la Nueva
España, donde se detuvo un tiempo. En septiembre de 1587 arribó a
España. Después de entrevistarse en Madrid con Felipe II y con el
nuncio apostólico, partió hacia Roma en 1588, donde permaneció dos
meses, presentó al papa las actas del III Limense y se volvió a
España. En 1592 regresó a Roma para intervenir en asuntos internos de
la Compañía, cuando los decretos del Limense ya habían sido publicados
en Madrid en 1591, en la oficina de Pedro Madrigal. De nuevo en España
en 1594, pasó a Salamanca, donde murió en 1600.
El 23 de abril de 1589, Acosta había dirigido una carta a Don Fernando
de Vega y Fonseca, presidente del Real Consejo de Indias,
presentándole el texto enmendado de los decretos limenses, según las
disposiciones de la Santa Sede. En esa carta, que se publicó con la
primera edición matritense del concilio, al hablar de la línea de
reforma conciliar se invocan, por vez primera en documentos de este
nivel (a menos que hayamos leído mal) los "primeros toledanos bajo los
godos" ("Toletana prima tempore Gothorum") . Esto se hace después de
invocar los concilios convocados por Carlomagno y Ludovico Pío. Todo
esto se dice como prueba de la primera afirmación de la carta: "Es
indudable, ilustrísimo señor, que la Iglesia siempre ha tenido en alta
estima los concilios provinciales".
h) El cuarto Limense (1591)
Cumpliendo las disposiciones pontificias sobre la periodicidad
conciliar en el Nuevo Orbe, Santo Toribio convocó el 28 de marzo de
1590 un nuevo concilio, que debía reunirse a mediados de octubre de
ese mismo año. Dadas las dificultades de los desplazamientos, en la
fecha prevista sólo había acudido un obispo sufragáneo, por lo que se
trasladó al 27 de enero de 1591. El virrey Don García Hurtado de
Mendoza obstaculizó todo lo que pudo la reunión del concilio,
exigiendo que hubiese autorización real para reunir la asamblea
eclesiástica . Con todo, el arzobispo abrió el concilio en la fecha
prevista, con la asistencia de un solo obispo (el de Cuzco), los
procuradores de cuatro obispos y un buen número de procuradores de
iglesias, prelados de Órdenes relgiiosas, etc. Al cabo de un mes y
medio había terminado, en un clima de gran serenidad y concierto.
Son interesantes las disposiciones del capítulo 15 ("que se ponga en
execución la proveído en el Concilio Provincial del año 83 pasado" );
y lo dispuesto en el capítulo 19, sobre el uso por todos (los frailes
y religiosos en las doctrinas) del Cathecismo, el Confessonario y el
Sermonario del III Limense, hechos en las lenguas de los naturales .
i) El quinto Limense (1601)
Con suficiente antelación, en 1596, Santo Toribio convocó concilio
para 1598, es decir, a los siete años del anterior, como disponían las
bulas pontificias. Convocaba también al obispo de Popayán, aunque
estaba en trámite la segregación de esa diócesis de la provincia de
Lima, para su incorporación a la provincia de Santafé de Bogotá. Una
serie de apelaciones de los sufragáneos sobre la legitimidad del
concilio y las noticias que el virrey Don Luis de Velasco trasmitió a
Felipe III, fueron la causa de que el rey manifestase su desagrado por
la celebración del concilio. En todo caso, la asamblea se celebró
durante el mes de marzo y medio mes de abril de 1601. La razón del
retraso es que los sufragáneos se excusaron de acudir al concilio so
pretexto de que era necesaria la autorización real para llevarlo a
cabo. Al mismo tiempo, argumentaban que el concilio anterior de 1591
había dado escaso fruto y había supuesto un gran dispendio de dinero y
de tiempo. En todo caso, sólo dos obispos asistieron al concilio,
además del convocante: el de Quito y el de Panamá.
A la vista de las dificultades habidas, Vargas Ugarte concluye: "Lo
sucedido en este Concilio sirvió para que en adelante nadie pensase en
convocar estas asambleas, a no ser que mediase una orden formal de la
Corona, pero ésta tampoco se interesó por que se celebraran y se
cumpliera lo dispuesto en el Concilio de Trento" .
Con el quinto Limense se cierra el ciclo conciliar de Santo Toribio.
El sexto pertenecerá al ciclo carolino, en plena Ilustración; los dos
últimos, hasta ahora (tres según otro cómputo) han tenido lugar en el
siglo XX, antes del Vaticano II.

7. Concilios limenses posteriores a Santo Toribio
Siglo y medio después del fallecimiento de Santo Toribio, Carlos III
ordenó la celebración de concilios provinciales. Lo hizo por la real
cédula del 21 de julio de 1769 dirigida a los metropolitanos del Nuevo
Mundo, conocida como el Tomo Regio. La respuesta episcopal al
requerimiento de la corona fueron cinco asambleas conciliares,
celebradas en México (1771), Manila (1771), Lima (1772), Charcas
(1774-1778) y Santa Fe de Bogotá (1774) .
El Tomo Regio de 1769 se proponía tres objetivos: exterminar las
doctrinas laxas (el "probabilismo" atribuido a los expulsos jesuitas),
restablecer la disciplina eclesiástica (en conventos y monasterios
sobre todo femeninos) y acrecentar la fe y la moral cristianas en los
fieles, tanto criollos como indígenas. Para lograrlos la real cédula
indicaba veinte puntos que los concilios deberían estudiar, la
advertencia a los obispos de evitar cualquier obstáculo que impidiera
la celebración del concilio y la prohibición expresa de tratar los
temas de inmunidad eclesiástica, reservados por el monarca. Era la
primera vez que la corona española fijaba los contenidos de un debate
conciliar, antes incluso que lo hiciera el Gran Duque de Toscana, en
1786, con su famoso memorial de cincuenta y siete puntos dirigidos a
los obispos de su jurisdicción territorial.
El arzobispo de Lima, Don Diego Antonio de Parada, convocó el 1 de
junio de 1770 el VI concilio provincial de Lima, que debería haber
comenzado sus sesiones el 1 de agosto de 1771. La inauguración del
concilio fue el 12 de enero de 1772, dominica infraoctava de Epifanía,
en que el metropolitano celebró misa solemne en la catedral a la que
asistieron los conciliares y los representantes del virrey Amat, y se
prolongó hasta el 5 de septiembre del año siguiente. De los ocho
obispos sufragáneos (Panamá, Quito, Trujillo, Huamanga, Arequipa,
Cuzco, Santiago y Concepción) asistieron sólo cuatro: Huamanga, Cuzco,
Santiago y Concepción.
En lo que interesa a nuestra exposición, señalemos que en el VI
Limense hay referencias al Tridentino y al III Limense. La más
destacada dice "que se guarde el Santo Concilio de Trento y el
Provincial de esta metrópoli del año 1583, en lo que no se derogare
por el presente" o fuese contrario a disposiciones posteriores de la
Santa Sede" . También se determinó que se enseñase la fe católica por
medio del Catecismo mayor para los que son más capaces del III
Limense, por ser muy conforme al Catecismo Romano; y que se preparase
una más abreviado para niños y "gente ruda" .
Ya en la era republicana no hubo concilios provinciales en el siglo
XIX. En el siglo XX se reanudó la tradición conciliar, con dos (tres?)
convocados para la recepción del Concilio Plenario Latinoamericano de
1899. Se celebró uno en 1909, que no ha quedado registrado, a pesar de
que hay actas y decretos; y otros dos en 1912 y 1927, respectivamente,
que se computan como séptimo y octavo.

8. La cuestión conciliar en tiempos de Santo Toribio
Ya señalamos con anterioridad (cfr. nota 1) que, con el paso de los
años, creció la intromisión de las autoridades civiles en la
convocatoria y en el desarrollo de los concilios provinciales
americanos. El primer Limense se celebró por sugerencia de Felipe II.
El segundo Limense, por mandato expreso de éste. El tercero, el más
libre en muchos aspectos de la intromisión real, fue el más fecundo y
el único aprobado casi inmediatamente por el Romano Pontífice (con
pocas enmiendas). No olvidemos, sin embargo, que el rey se comprometió
expresamente en la ratificación de los decretos por la Santa Sede. Con
todo, en el tercer Limense hay ya una referencia, aunque sólo
protocolaria, a la tradición conciliar toledana, recordando que los
reyes los convocaban, que dejará de ser cláusula de estilo para
convertirse en un motivo de discordia entre las autoridades
virreinales y el metropolitano limense en la última década del XVI,
con el cuarto y quinto Limense.
En efecto, en 1591 y, sobre todo en 1601 (ya con Felipe III), los
sufragáneos argumentaron que el metropolitano no gozaba de
jurisdicción para obligarles a desplazarse a Lima para tener concilio.
La idea quedó ahí, más o menos hibernada, para irrumpir nuevamente en
el sexto Limense, en tiempos de Carlos III, donde se debatió
intensamente en el mismo aula sinodal si los decretos conciliares
debían enviarse a Roma para su aprobación, o bastaba el visto bueno
del Consejo de Indias. La cuestión volvió a dormirse en los lustros de
la emancipación, hasta los primeros años del siglo XX, en que las
autoridades civiles republicanas obstaculizaron la celebración
concilios provinciales, so pretexto de que la convocatoria (o al menos
el placet) correspondencia al poder civil.
Resultaría ahora anacrónico –reconocida la libertad religiosa como un
derecho civil que es patrimonio de la cultura occidental–, que un
gobierno pretendiera entrometerse en la celebración de un concilio
provincial, pero la cosa no estaba tan clara en otros tiempos, sobre
todo cuando los reyes se sentían (y lo eran) patronos de la Iglesia; y
las autoridades republicanas se consideraban herederas de los
privilegios antes detentados por la corona española. Por esta razón,
la reforma de la Iglesia quedó condicionada durante siglos, en mayor o
menor medida, a la colaboración del poder civil. Es evidente que lo
que pudo parecer providencial en otras épocas, acabó resultando
perjudicial. Sólo los espíritus más clarividentes del momento, como lo
fue Santo Toribio de Mogrovejo en el siglo XVI, lo advirtieron y se
atrevieron a afrontar la cuestión, a un alto precio: mucho desgaste
ante sus sufragáneos y momentos de elevada tensión con las autoridades
metropolitanas y virreinales.

FUENTES
Nos ceñimos a las fuentes más accesibles de los cinco primeros
concilios provinciales peruanos, dos de Jerónimo Loaysa y tres de
Santo Toribio de Mogrovejo, aunque algunas ediciones incluyen también
el sexto Limense, perteneciente al ciclo carolino.
Juan TEJADA Y RAMIRO ofreció una versión abreviada de los decretos de
los seis Limenses, en los volúmenes V y VI de su serie Colección de
cánones y de todos los concilios de España y América, Imprenta de Don
Pedro Montero, Madrid 1849-1855.
Rubén VARGAS UGARTE, Concilios limenses (1551-1772), s/ed, Lima
1951-1954, 3 vols. (obra rara y de difícil consulta, de la que existe
una versión en microfichas preparada por CIDOC Project). Los dos
primeros volúmenes ofrecen los textos de los seis concilios del ciclo
colonial, con una breve, pero excelente presentación. El tercer
volumen es una historia de esos mismos concilios, con preciosos
apéndices documentales.
Hay edición crítica de los tres primeros concilios limenses: Francisco
MATEOS, Constituciones de indios del primer Concilio Límense (1552),
en "Missionalia Hispanica", 7 (1950) 16-64; ID., Segundo Concilio
provincial Limense 1567, en "Missionalia Hispanica", 7 (1950) 211-296,
525-617; y Francesco Leonardo LISI, El Tercer Concilio Límense y la
aculturación de los indígenas sudamericanos. Estudio crítico con la
edición, traducción y comentario de las actas del concilio provincial
celebrado en Lima entre 1582 y 1583, Ediciones Universidad de
Salamanca ("Acta Salmanticensia. Estudios Filológicos", 233),
Salamanca 1990 (bilingüe) [es, con diferencia, la mejor edición, con
un excelente introducción].
Hay versión sólo castellana del III Límense: Enrique T. BATRA (ed.),
Tercer Concilio Límense 1582-1583, Publicaciones de la Facultad
Pontifícia y Civil de Teología de Lima, Lima 1982 (publica los
decretos, el sumario conservado en El Escorial, las reales cédulas de
convocatoria y aprobación, y cuatro cartas: de Santo Toribio, José de
Acosta, Cardenal Antonio Carafa y Cardenal Alejandro Peretti).
Juan Guillermo DURÁN (ed.), Doctrina cristiana, Catecismo Menor y
Mayor, Confesionario para los curas de indios y Tercero Catecismo o
sermonario, en ID., Monumenta Catechetica Hispanoamericana (siglo
XVI-XVIII), Publicaciones de la Facultad de Teología de la Universidad
Católica Argentina, Buenos Aires 1990, vol. II, "Introducción", pp.
331-445, "Instrumentos catequéticos" (en versión sólo castellana), pp.
421-741. Hay una edición facsimilar de todos los instrumentos
catequéticos del III Límense: Luciano PEREÑA (ed.), Doctrina
Christiana y Catecismo para instrucción de indios, ed. facsímil del
texto trilingüe de 1584, CSIC ("Corpus Hispanorum de Pace", 26-2),
Madrid 1985.

lunes, noviembre 21, 2011

La escatología en los catecismos limenses (1585-1585) por P. Carlos Rosell

Revista Teológica Limense
Vol. XLIV – Nº  2 – 2010
(pp. 155 – 182)


La escatología en los catecismos limenses

(1584-1585)


Pbro. Dr. Carlos Rosell De Almeida

RESUMEN
Este artículo tiene como objetivo presentar las enseñanzas sobre la escatología contenidas en los catecismos que surgieron del III Concilio limense (1582-1583). Como podremos apreciar, en estos documentos no se obvio las realidades eternas; más bien, se hicieron eco de la doctrina de la Iglesia. Con el fin de desarrollar este tema, en primer lugar, señalamos la enseñanza escatológica en tiempos de Santo Toribio de Mogrovejo. Luego, nos concentramos en la exposición y explicación sobre los novísimos que hacen estos documentos catequéticos. Al final, presentamos algunos pasajes de la vida de Santo Toribio dónde se manifiesta su anhelo por la vida eterna.

Abstract

This article wants to present the teachings on the eschatology contained in the catechisms that emerged from the Third Council of Lima (1582-1583). We can see, these documents are not disregarded the eternal realities, instead, echoed the doctrine of the Church. To develop this theme, first, we set the eschatological teaching in times of Santo Toribio de Mogrovejo. Then, we center on the presentation and explanation of the "last things" that make these documents catechetical. Finally, we present some passages of Santo Toribio's life in which we appreciate his longing for eternal life.





I.    La Escatología en tiempos de Santo Toribio de Mogrovejo

Es importante contextualizar las enseñanzas sobre la escatología que se impartían en el tiempo de Santo Toribio de Mogrovejo. Es decir, conviene ubicarnos en la teología sobre el éschaton de ese momento histórico. En este sentido, vamos a exponer de una forma sintética cómo se planteaba la escatología desde mediados del siglo XVI.
En primer lugar, es necesario remarcar que la enseñanza sobre la escatología a partir de 1563 está marcada por el Concilio de Trento. Pero, antes de este Concilio, el Magisterio ya había formulado enseñanzas importantes sobre las realidades últimas[1]. Así, aparte de las verdades escatológicas profesadas en el Credo como son la segunda venida del Señor, el juicio final, la resurrección de la carne y la vida eterna; es necesario referirnos a las enseñanzas del Concilio IV de Letrán (1215), el Concilio II de Lyon (1274), la Constitución Benedictus Deus (1336) y el Concilio de Florencia (1439-1445).
En la Profesión de fe católicaFirmiter— elaborada en el Concilio IV de Letrán (1215) se enseñó que resucitaremos con los cuerpos que ahora llevamos; asimismo, se presenta la realidad del infierno en la perspectiva del juicio final[2].
En el Concilio II de Lyon (1274) se aprobó la Profesión de fe del emperador Miguel Paleólogo. En este documento se enseñó la retribución mox post mortem que puede ser: el cielo, el purgatorio o el infierno. Interesa, sobre todo, remarcar que se habla de la existencia del purgatorio como ámbito donde las almas sufren penas que lavan y purifican y que pueden ser ayudadas con los sufragios de los vivos[3].
Benedicto XII redactó la Constitución Benedictus Deus (1336) y ahí enseñó dogmáticamente la visión beatífica para los santos[4] y la condenación eterna en el infierno para los que mueren en pecado mortal[5]. Por su parte, en el Concilio de Florencia, se redactó la Bula sobre la unión con los griegos: "Laetentur coeli" y en la cual se vuelve a insistir en la retribución mox post mortem y en la existencia del purgatorio[6].
Así llegamos al siglo XVI. La escatología católica va a ser sacudida por el planteamiento de Lutero sobre el purgatorio pues éste negará su existencia. ¿Cuáles eran los argumentos que esgrimía el ex monje agustino? En primer lugar, señalaba que la existencia del purgatorio no puede ser probada por las Escrituras —debemos hacer notar que, por esa época, ya negaba la canonicidad de Macabeos[7]—. Pero sobre todo, la razón de fondo es su postura sobre la justificación. En efecto, Lutero enseñaba que el hombre es justificado de modo exclusivo por la fe en Cristo, a tal punto que siempre será interiormente pecador. Por eso, no tiene sentido postular un estado de purificación interior. Además —remarcaba Lutero—  admitir la existencia del purgatorio significa dañar la obra redentora de Cristo, pues ¿acaso luego de la muerte de un hombre falta algo a la Redención realizada por Cristo para que su alma no vaya al cielo? A ello se suma que la existencia del purgatorio justifica las oraciones por los difuntos y las indulgencias. Pero, según la mentalidad de Lutero, nosotros no podemos interceder por alguien, el único mediador es Cristo[8].
El Concilio de Trento dedicó una sesión a un tema escatológico[9]. Es la sesión XXV (1563). Ahí se abordó el tema del purgatorio[10]. La redacción del Decreto sobre el purgatorio enfatiza en la existencia de este estado propio de la escatología intermedia. Al mismo tiempo, señala una serie de medidas pastorales con el fin de que los obispos velen para que la enseñanza del purgatorio llegue a los fieles de una manera correcta. Así, ordena que en la predicación deben evitarse cuestiones sutiles o difíciles; además, se pide que no se divulguen ideas sobre el purgatorio que son inciertas o falsas, tampoco deben de enseñarse aspectos que suenen a curiosidad, superstición o lucro[11].
Luego del Concilio de Trento se redactó el llamado «Catecismo Romano»[12]. En este documento se explica la escatología cristiana en la primera parte que está dedicada al Símbolo de la Fe. Asimismo, será común, en los catecismos posteriores enseñar los llamados novísimos: muerte, juicio, infierno y gloria[13].  
Cuando Santo Toribio de Mogrovejo ejerció su ministerio episcopal en tierras peruanas —periodo que va del año 1581 hasta su muerte ocurrida en 1606—, la doctrina de la Iglesia sobre la escatología es la siguiente:
·          En la escatología individual se habla de la muerte, el juicio particular y la retribución mox post mortem que puede ser el cielo, el purgatorio o el infierno. Es el estado propio del alma separada del cuerpo.
·          En la escatología universal se enseña la parusía, la resurrección de la carne —de gloria o de condenación— y el juicio final.

II. La Escatología en los Catecismos Limenses

Santo Toribio de Mogrovejo tiene el mérito de ser uno de los primeros prelados que puso en marcha las directivas del Concilio de Trento. En efecto, convocó el tercer concilio limense que se realizó los años 1582 y 1583. Fruto de este Concilio salieron a la luz los siguientes documentos: la  Doctrina cristiana, el Catecismo breve para los rudos y aplicados, Catecismo mayor para los que son más capaces, el Confesionario para los curas de indios y el Sermonario[14]. Se trata de materiales que fueron publicados entre los años 1584 y 1585. Cumplieron una gran labor en la enseñanza de las verdades de la fe, ya que además de exponer de una manera clara y sólida la doctrina de la Iglesia, fueron traducidos al quechua y al aymara, pues la intención no era otra que evangelizar a los habitantes de la extensa arquidiócesis de Lima. Este corpus limense tuvo una larga vigencia y se convirtió en un instrumento eficaz para la evangelización[15].
A continuación, nos concentraremos en los temas escatológicos contenidos en los documentos que brotaron del III Concilio Limense.   

2.1 Doctrina cristiana (1584)

La Doctrina cristiana o llamada Cartilla es un documento donde se expone de una manera sencilla y sintética las enseñanzas básicas que todo cristiano debe saber sobre la oración y las verdades de fe. Era lo primero que se enseñaba y de esa manera se introducía al catecúmeno en el proceso de evangelización[16]. La Doctrina cristiana empieza por enseñar la señal de la Cruz y luego instruye a los catecúmenos en las oraciones del Pater Noster, el Ave María, el Credo y la Salve. Luego, pasa a enseñar los artículos de fe, señalado que son catorce, siete pertenecen a Dios y siete a la humanidad de Nuestro Señor Jesucristo. Acto seguido, enseña los mandamientos de la ley de Dios, los mandamientos de la Iglesia, los sacramentos, las obras de misericordia —corporales y espirituales—, las virtudes teologales, las virtudes cardinales, los pecados capitales, los enemigos del alma, los cuatro novísimos y la confesión general[17]. Se concluye con una «suma de la fe católica».
En relación con los novísimos se enseña que son cuatro:
«Cuatro cosas son las que el cristiano ha de tener siempre en la memoria, que son: muerte, juicio, infierno y gloria»[18].
La Suma de la fe católica explica en la primera enseñanza[19] que Dios uno, creador de todo, da la retribución eterna —gloria o pena—a cada hombre después de su vida terrena:
«De Dios. Que hay un solo Dios, hacedor de todas las cosas. El cual, después de esta vida, da gloria eterna a los buenos que le sirven y pena eterna a los malos que le ofenden»[20].

2.2 Catecismo breve para los rudos y ocupados (1584)

El Catecismo breve para los rudos y ocupados, como su nombre lo indica, es un documento corto que no desarrolla demasiado. Sin embargo, expone las verdades esenciales. Su intención es presentar la doctrina cristiana de manera didáctica y, en lo que podemos llamar, un nivel básico, de tal modo que pueda ser aprendida por todos incluso por los menos capaces. El estilo es de preguntas y respuestas con el fin de facilitar la memorización[21].
Con claridad se enseña que Dios mismo es el bien del hombre. En su vida terrena, el hombre está llamado a conocer y establecer una amistad con Dios. Si así lo hace, luego de esta vida, está el cielo:
«P. ¿Cuál es el bien del hombre? R. Conocer a Dios y alcanzar su gracia y amistad, y gozar de Él, después de esta vida en el cielo»[22].
Se indica que el alma del hombre es inmortal. Por ello, se puede hablar que existe «otra vida». Conviene indicar que una de las preocupaciones de los misioneros era remarcar a los naturales la verdad de la inmortalidad del alma, pues existían muchas creencias sobre los muertos que daban lugar a varias aberraciones[23]
«P. ¿Pues, hay otra vida después de ésta para los hombres? R. Sí, hay, porque las almas de los hombres no mueren con los cuerpos, como las bestias, más son inmortales y nunca se acaban»[24].
El Catecismo enseña que la salvación sólo es posible por Cristo. En efecto, creer en Jesucristo y guardar su santa ley es lo que conduce a un hombre hacia la vida eterna:  
«P. ¿Cómo alcanza el hombre, la gracia de Dios en esta vida, y después de ella la vida eterna del cielo? R. Creyendo en Jesucristo y guardando su ley»[25].
Además, se enseña que la salvación no es automática. Es verdad que Jesucristo murió por todos; pero, para que el hombre sea salvo necesita la fe —creer en Cristo—  y las obras:  
«P. Díme ahora, pues murió Jesucristo por todos ¿sálvense todos los hombres? R. Los que no creen en Jesucristo, y los que aunque tienen fe no tienen obras ni guardan su ley, no se salvan. Más serán condenados a penas eternas del infierno»[26].
El fin último de aquel que cree en Jesucristo y guarda su ley es el cielo. Para los justos, cuando venga el Señor por segunda vez, el gozo eterno será en cuerpo y alma:
«P. ¿Y los que creen en él y guardan su ley, serán salvos? R. Sí, serán, y gozarán en cuerpo y en alma de bienes eternos en el cielo; y por eso, ha de venir al fin del mundo Jesucristo, a tomar cuenta a todos los hombres, para lo cual resucitarán entonces todos los muertos»[27]
Se enseña la necesidad del Bautismo para alcanzar la salvación. Pero, tampoco basta ser bautizado sin más, pues si se vive en el pecado se pierde el cielo. Por eso, el bautizado que ha pecado, debe acercarse al sacramento de la confesión. En definitiva, quien vive el doble mandamiento del amor alcanza la vida eterna:   
«P. Pues, los malos que han pecado, dime, ¿tienen algún remedio para no ser condenados? R. Sí no son bautizados el único remedio es hacerse cristianos e hijos de Dios y de la Santa Iglesia por el Bautismo»[28].
«P. Y si son bautizados y han tornado a pecar ¿qué han de hacer para no ser condenados? R. Confesar sus culpas al sacerdote, arrepintiéndose de ellas»[29].
«P. ¿Y haciendo eso serán salvos? R. Sí, serán, si permanecen en cumplir los mandamientos de Dios y de la Santa Iglesia, que son: amar a Dios sobre todas las cosas y a su prójimo como a sí mismo»[30].

2.3 Catecismo mayor para los que son más capaces (1584)

El Catecismo mayor para los que son más capaces es un desarrollo más extenso de lo enseñado en el Catecismo menor[31]. Encontramos enseñanzas sobre la escatología en la primera parte denominada Introducción de la doctrina cristiana, la segunda que enseña el símbolo, y la cuarta que instruye sobre los mandamientos.
En la parte introductoria, el Catecismo enseña que el hombre ha sido creado para ver a Dios y gozar de El en el cielo. Es decir que el fin último del hombre es la bienaventuranza eterna:
«P. ¿Para qué fue el hombre creado? R. El Señor y Hacedor de todo, creó al hombre para que le viese y gozase en el cielo; y todo lo demás hizo para que ayude al hombre ha alcanzar aquella vida bienaventurada»[32].   
Se indica que después de esta vida, existe la posibilidad de la salvación o la condenación. Quien no conoce ni sirve a Dios va al infierno:  
«P. ¿Y todos los hombres después de esta vida alcanzan esa bienaventuranza? R. No, Padre, solamente aquellos que son buenos y agradan a Dios»[33].
«P. Pues, los malos, que no conocen a Dios ni sirven a Dios ¿dónde van cuando mueren? R. Después de esta vida hay tormentos y penas sin fin para los malos que no sirven a Dios»[34].
La fe en Jesucristo, que lleva no sólo a confesar su nombre sino a obrar según la santa ley de Dios, hace posible que un hombre alcance la salvación:
«P. Pues ¿qué es menester para agradar a Dios y salvarse? R. Creer en Jesucristo, Hijo de Dios y Señor nuestro, confesando su santo nombre, y guardar su ley esperando en él; y esto hace el que es buen cristiano»[35].    
En la parte dedicada a explicar el símbolo se indica con claridad el juicio final en conexión con la venida gloriosa del Señor. Entonces, sólo habrá dos estados: gloria y condenación:
«P. ¿Cuándo nos ha de pedir esa cuenta? R. En el último día, cuando ha de venir con gran majestad y espanto del mundo a juzgar a todos los hombres vivos y muertos, cuantos fueron, son y serán, conviene a saber, a los buenos para darles gloria, porque guardaron sus santos mandamientos, y a los malos pena perdurable, porque no los guardaron; y eso nos dice la séptima palabra: "que allí ha de venir a juzgar los vivos y los muertos»[36].
Gracias a la acción del Espíritu Santo podemos alcanzar la vida eterna. En efecto, el Catecismo enseña que el Espíritu Santo hace posible la santificación de los fieles, infunde en ellos la caridad y obra el perdón de los pecados:
«P. Pues ¿cómo seremos buenos y santos para alcanzar la gloria que ha de dar Jesucristo? R. Esa es obra y Don del Espíritu Santo, que es Dios y santifica a los fieles en la Iglesia Católica, dando en ella caridad a los justos y perdón a los pecadores; y eso confesamos en las tres palabras siguientes: octava, nona y décima, diciendo: "Creo en el Espíritu Santo. La Santa Iglesia Católica. La comunión de los santos. El perdón de los pecados»[37].
Al explicar la resurrección final, se aclara que en el día postrero, es decir en la parusía del Señor, las almas de los difuntos —buenos y malos— se reunirán con sus cuerpos para nunca más morir. Entonces se dará el juicio final y los justos con sus cuerpos gloriosos reinarán eternamente con Dios. Por su parte, los condenados, también con cuerpos resucitados pero no gloriosos, padecerán eternamente:  
«P. Y en la otra vida venidera ¿qué será? R. Eso nos enseña la undécima y duodécima palabra, que son las últimas del Credo, diciendo "Creo la resurrección de la Carne y la vida perdurable"»[38].
«P. ¿Qué entendéis por la resurrección de la carne? R. Que en el día postrero, todos los hombres, tornado las almas a sus propios cuerpos por la virtud inmensa de Dios, parecerán ante el juicio de Dios para nunca más morir[39].
«P. Pues ¿buenos y malos, todos han de resucitar? R. Sí, pero en muy diferente manera. Porque los malos resucitarán para padecer en fuego eterno con cuerpos y almas, en compañía de los demonios; mas los buenos, con cuerpos gloriosos, para descansar con gran contento en compañía de los ángeles»[40].
«P. Y las almas ¿qué vida tendrán? R. Juntamente con los cuerpos vivirán vida eterna reinando con Dios, y gozando de aquellos bienes infinitos que nunca se acaban para siempre jamás. Amén»[41].
En la parte dedicada a explicar los mandamientos, el Catecismo señala la existencia del purgatorio. Se enseña este estado de purificación cuando se habla de la necesidad de orar por los difuntos. Quienes mueren en gracia de Dios, pero no han purificado sus pecados debidamente, deben ir al purgatorio. Los vivos pueden ayudarles con sus oraciones:
«P. ¿Para qué rogamos por los difuntos? R. Porque hay purgatorio en la otra vida, donde padecen los que salieron de esta vida en gracia de Dios, pero todavía llevaron que purgar sus pecados. Y por eso la santa Iglesia hace memoria por los fieles difuntos. Y es obra de gran mérito y de misericordia rogar a Dios y hacer bien por ellos, porque sean perdonados y llevados a la gloria»[42]

2.4 Sermonario (1585)

Santo Toribio de Mogrovejo predicó con fidelidad la doctrina de la Iglesia. En efecto, se preocupó por exponer con claridad y sencillez las verdades de fe. En este sentido, no faltaron en sus predicas, aquellas verdades eternas o realidades últimas. Ya hemos mencionado que uno de los documentos que emanaron del III Concilio limense fue el llamado Sermonario. A este respecto, existen dos sermones donde se aborda concretamente temas escatológicos. El primero de ellos, es el sermón XXX: De los novísimos; mientras que el segundo es el sermón XXXI: Del juicio final.
Sermón XXX: De los novísimos.
El sermón XXX expone de una manera sencilla las verdades de la muerte, la retribución mox post mortem y el purgatorio. Es decir, aborda las realidades propias de la escatología individual llamada de novissimis hominis. En relación con la muerte, se señala con claridad la universalidad de la muerte y que ésta es salario del pecado. Además, se muestra a Cristo como aquel que le ha cambiando el sentido a la muerte. Para un buen cristiano, la muerte es el paso para el cielo:
«Todos los hombres buenos y malos hemos de morir. Ya lo veis que en esto no hay diferencia de ricos y pobres, de sabios y de ignorantes, de buenos y malos. La muerte nos vino por el pecado de nuestros primeros padres, Adán y Eva, como os dije en otro sermón. Pero Jesucristo nuestro Señor, haciéndose hombre por nosotros, quiso morir por destruir el pecado, y con su preciosa muerte librarnos de él. La muerte no hace mal a los buenos cristianos que esperan en Jesucristo y le aman. Antes es paso para ir a la bienaventuranza del cielo; y por eso hemos de vivir aparejados, porque cuando venga aquella postrera hora, nos halle en amistad de Dios»[43].
Se exhorta a los fieles para que no vivan apegados a los bienes terrenos. En efecto, cuando viene la muerte, ningún bien material nos podemos llevar. Ante la muerte, por ejemplo, el Inca es uno más:
«Porque sabed, hermanos míos, que de esta vida miserable ninguna cosa llevan los hombres a la otra vida, sino las obras buenas y las malas que hicieron. Los hijos y la hacienda y los criados, y las casas y todo lo demás, todo se queda acá. Tan pobre y desnudo de todo esto va el Inca como el indio hatun luna (indio ignorante)»[44]
Una vez que viene la muerte, remarca el sermón, ha terminado el tiempo de merecer. Por eso, es necesario aprovechar la vida presente pues Dios no ha querido revelarnos el día de nuestra partida al más allá:
«Y sabed más: que en la otra vida ya no queda tiempo para enmendar lo que acá hubiéramos hecho mal. Ni hay lugar de hacer más bien ni más mal, sino sólo aquello que de acá llevamos nos ha de salvar o condenar. Y por esto nos amonesta el Apóstol que ahora que tenemos tiempo no nos cansemos de obrar bien (Ga 6, 9). Y en otra parte dice el Señor que no dilatemos de hacer penitencia de nuestros pecados, porque en viniendo la muerte se acaba todo y se cierra la puerta, así como el que trabaja en acabando el día no puede más trabajar, sino sólo llevar el jornal de lo trabajado (Ec. 5, 7). Y por eso, nos dice Jesucristo que estemos siempre apercibidos, porque no sabemos a qué tiempo vendrá la muerte (Jn 8, 24; Mt 24, 42). No quiso Dios que los supiésemos, porque siempre vivamos bien»[45].
El sermón instruye sobre la verdad del juicio particular[46]. Afirma que tras la muerte seremos juzgados por el mismo Jesucristo. Para que los fieles tengan una idea de este juicio, se usa la imagen de San Miguel pesando nuestras acciones. La intención es remarcar que en el juicio particular recibiremos lo que hicimos por nuestras obras ya sean buenas o malas. Esta retribución es eterna:  
«Porque habéis de saber que en arrancándose vuestra alma y saliendo de ese cuerpo, luego es llevada por los ángeles ante el juicio de Jesucristo. Y allí le relatan todo cuanto ha hecho bueno y malo; y oye sentencia de aquel alto Juez, de vida o muerte, de gloria o de infierno, como lo merece sin que haya más mudanza para siempre jamás. Y por eso, habéis visto pintado a San Miguel glorioso arcángel con un peso que está pesando las almas, que significa y quiere decir que en la otra vida se mira el bien y el mal que han hecho las almas, y conforme a eso reciben sentencia»[47].
Se enfatiza que este juicio será un examen riguroso. Por eso, el sermón insiste en la necesidad de prepararse para la muerte. Es este sentido, quien está enfermo debe llamar a un sacerdote, de tal manera que pueda recibir el sacramento de la penitencia. Quien muere en pecado mortal se condena por toda la eternidad:
« !Oh hermanos, qué será parecer ahí ante Jesucristo! ¡Oh qué riguroso examen aquél! ¡Oh qué cosa tan temerosa esperar sentencia del Eterno juez! Por eso, vivamos bien desde luego; y si alguno ha vivido mal, no cese en sintiéndose enfermo en llamar al Padre y confesarse bien, y volverse a Dios y recibir los sacramentos: no sea que le tome en pecado la muerte, y sea condenado para siempre jamás»[48].
¿Qué sucede luego de la muerte? El sermón remite a la doctrina de la Iglesia. Inmediatamente después de la muerte, puede darse: el cielo, el purgatorio o el infierno. Ahora bien, quienes como los mártires, los apóstoles y otros grandes santos mueren limpios de todo pecado van directamente al cielo:
«Después de aquella sentencia de Jesucristo, habéis de saber que si el alma del cristiano fue tan pura y tan limpia en esta vida, que ningún pecado, ni aun chiquito, ni mancha ninguna no llevó, luego es llevada con gran gozo por los ángeles al lugar de la gloria de Dios y con los santos. Así fueron los mártires que murieron padeciendo por Cristo, y los apóstoles y muchos santos que celebra la Iglesia»[49].
Quienes mueren con pecados pequeños —denominados también veniales— deben ir al purgatorio, pues al cielo no entra nada manchado. Pero, además, el sermón se atreve a decir que la gran mayoría de los cristianos van al purgatorio tras la muerte. La razón es que la mayor parte de los que mueren están llenos de inmundicias, y así, no pueden acceder al cielo para entrar en comunión con Dios pues Él es la misma pureza:
«Mas si tiene algunos pecados chiquitos, que llamamos veniales, o si no ha hecho entera penitencia por todos sus pecados de que se confesó y arrepintió, esta tal alma no va luego a la gloria, porque en la gloria no entra ni una mancha tan pequeña. Mas es llevada al lugar que se llama purgatorio, y allí está penando el tiempo que Dios le determinó hasta salir purgada de todas sus culpas. Y entended que los buenos cristianos la mayor parte va primero a este purgatorio que al cielo, porque Dios es muy limpio y muy justo, y los hombres estamos llenos de mil inmundicias, y harto bien es que no vamos condenados al infierno»[50].
En el purgatorio —explica el sermón XXX— las almas sufren penas debidas a un «fuego»[51]. Se usa la imagen del fuego que purifica los metales de la escoria para explicar como sería esta purificación. En todo caso, señala que la purificación tiene un fin: que el alma esté totalmente limpia para gozar de Dios:
«Este lugar de purgatorio tiene terribles tormentos y fuego que reciamente abrasa y consume la malicia del pecado, así como el minero el mal metal, y que es tierra o plomo lo echa mal, más el bueno de plata lo mete en la guayra (horno o brasero para fundir plata) y en la hornaza, para que con el fuego se limpie de la escoria que tiene. Así hace Dios a los buenos, que son como oro y plata. Para que estén del todos limpios y resplandecientes, mételos en el horno del purgatorio, y allí tienen mucha paciencia y dan gracias a Dios conociendo que aquello justamente lo pasan por su pecados, que de allí irán a gozar de Dios»[52].
En relación con el purgatorio se expone la doctrina católica sobre la validez de los sufragios por los difuntos. El sermón remarca la importancia de las oraciones, los responsos y la Santa Misa, así como las limosnas. Aclara que las limosnas que los familiares ofrecen por sus difuntos, no es porque éstos necesiten bienes materiales, sino que la razón es que estas buenas acciones son recibidas por Jesucristo. Son méritos que los vivos pueden ofrecer al Señor por sus difuntos. Se trata de una consecuencia de la comunión de los santos. Asimismo, el sermón hace notar que debemos ser devotos de rezar por las almas del purgatorio. Ellas son «amigas de Dios» y una vez purificadas se convertirán en intercesoras nuestras:
«De aquí es los que veis que usa la Santa Iglesia de decir oraciones y salmos cuando entierran un difunto, y decirle misas y responsos, y también de ofrecer limosnas sus parientes de trigo o carneros o cera u otras cosas. No porque de esto coma el alma del difunto. No digáis ni imaginéis tal, que es gran necedad y desatino pensar tal cosa. Sino porque lo que se ofrece a los Padres y a la Iglesia, y lo que se da a los pobres, lo recibe Jesucristo por aquellas almas que están en purgatorio»[53]
«Y con estos sufragios son ayudadas y salen más presto de aquella pena, y van muy contentas a descansar para siempre, y gozar de aquel inmenso mar de gloria que Dios tiene para sus escogidos. Y allí se acuerdan de los que hicieron el bien, y ruegan a Dios por ellos con gran voluntad. Así que, hijos míos, sed muy devotos de rezar y de hacer bien por las almas del purgatorio, que están allá penando y son amigas de Dios, y rogarán por vosotros en el cielo»[54].
Al final, el sermón XXX se detiene con cierta amplitud en el tema del infierno. ¿Cuál es la causa por la que un hombre va al infierno? Es la vida en el pecado. Podemos decir que la predicación sobre este novísimo es deudora de las imágenes propias de ese momento que eran: considerar el infierno como un «lugar» muy profundo, remarcar insistentemente el tormento causado por el «fuego eterno» y describir con imágenes vivaces el sufrimiento eterno de los condenados[55]:
«De las almas de los malos que van en pecado, porque no creyeron en Jesucristo, o ya que creyeron, no guardaron sus mandamientos, ni hicieron penitencia, ni se confesaron bien, y así murieron ¿qué se hace de ellas? ¿Adónde van, o qué es lo que pasan en la otra vida?»[56].
«Es el infierno, hermanos, un lugar que está en lo profundo de la Tierra, todo oscuro y espantable, donde hay cien mil millones de tormentos»[57].
«Allí se oyen grandes gritos y llantos y rabiosos gemidos; allí se ven horribles visiones de demonios fierísimos; allí se gusta perpetua y amarguísima hiel; allí hieden más que perros muertos; allí rabian unos con otros y contra sí mismos, que se querrían despedazar, y contra su Hacedor, Dios omnipotente, que le querrían comer a bocados. Allí están deseando siempre la muerte, y no pueden morir; mas siempre tienen vivo el sentido para más padecer»[58].
«Allí arde un fuego que no se apaga, ni se atiza con leña; y les está comiendo las carnes y las entrañas sin aflojar un punto, y lo peor de todo, allí cuentan los días que están en tormento; y cada día se les hace mil años, y después de mil años están diez mil, después, mil millares de millares»[59].
El sermón exhorta a los fieles a percibir que tras la muerte hay una eternidad. Quien en esta vida terrena no vive practicando el bien pierde el cielo. En efecto, el tiempo presente tiene valor de eternidad; por ello, es necesario apartarse del pecado. Evocando la parábola del pobre Lázaro (cfr. Lc 16, 19-31), se remarca cómo quien no es capaz de atender a los necesitados, recibirá en el «más allá» la condenación eterna:
«Ved, mis hermanos, qué cosas tan grandes son las de la otra vida, y cómo los que en esta vida no hacen el bien, y sólo buscan sus placeres, son condenados. Ved cómo los pobres y enfermos, si tienen paciencia y se encomiendan a Dios, tienen descanso en la otra vida. Ved cómo se pagan allá los contentos malos de acá, que porque no quiso dar una migaja de pan para dar de comer al pobre, está pidiendo una gota de agua rabiando de sed, y no se la dan. Ved cómo metidos una vez en aquella cárcel del infierno, jamás pueden salir de allí. Allí gritan y braman y se muerden la lengua y pelean con el fuego, y siempre padecen intolerables dolores»[60].
Se concluye invitando a los fieles a hacer penitencia, escuchar a los predicadores de la Iglesia y a alejarse de todo comportamiento inmoral:
«Ved cómo, si no oís a los predicadores que de parte de Dios os avisamos, no tendréis remedio para siempre. Ahora que hay tiempo, ahora que os convida Dios, ahora que es de provecho lo que hiciereis, haced penitencia y llorad vuestros pecados, enmendad vuestra vida, confesad vuestras culpas, resistid al pecado y al deleite, diciendo: "No quiero deleite tan breve con tormento eterno, mas quiero aquí pasar trabajo y domar mi carne y quitar mis malos deleites. Y para ir al lugar de descanso y de gozo quiero apartarme de borracheras y de hechiceros y de mujeres, porque no vaya mi alma a aquel fuego que siempre arde y siempre atormenta. Quiero ser buen cristiano y hacer buenas obras y dar por amor de Dios lo que tengo, para que halle en la otra vida refrigerio. Quiero llamar a Jesucristo, y poner todo mi corazón en él, para que él me libre de aquellos tormentos, perdonándome mis pecados con su preciosa sangre, y llevándome cuando muera al lugar de bienaventuranza y vida eterna. Amén"»[61].
Sermón XXXI: Del juicio final.
En el sermón XXXI se explican las realidades correspondientes a la escatología universal, es lo que clásicamente recibe el nombre De novissimis mundi. Es decir, se predica sobre la parusía, la resurrección de la carne y el juicio final. Al inicio, se enseña a los fieles que así como cada uno de los hombres tiene un fin en su vida terrena, de modo semejante, este mundo poseerá su término:
«Así como cada uno de los hombres tiene fin y término de su vida y al cabo muere, y tras la victoria se sigue dar cuenta para recibir premio eterno, según ha vivido; así también todo este mundo visible ha de tener su fin y acabarse. Y entonces será el juicio universal de todos los hombres juntos, que serán juzgados por Jesucristo nuestro Señor. No hizo Dios estas cosas de acá de esta tierra para que los hombres permaneciesen en ella, sino para que usando de ellas bien, mereciesen alcanzar aquella vida del cielo»[62].
El día del juicio final es desconocido para los hombres. Sólo Dios lo sabe. En efecto, apelando a la Sagrada Escritura se remarca que «el último día» no puede ser materia de conocimiento alguno. Ese dato no interesa, lo que importa es estar preparados:

«Cuándo haya de ser este día último en que se acabe este mundo y venga el Juicio final, nadie de nosotros lo sabe, ni aún los ángeles del cielo, sino sólo el Eterno Dios, en la manera que nadie de nosotros sabe cuándo morirá, pero ninguno duda que haya de morir. Así, no hay duda que ha de haber día último de juicio para todos los hombres, porque lo afirma Dios nuestro Señor en su Sagrada Evangelio, y todos los profetas y apóstoles en la Sagrada Escritura le dicen por palabra de Dios. Pero ni ellos, ni nadie fuera de Dios, sabe cuándo será este último día, para que todos estemos aparejados, que no sabemos si será en nuestro tiempo»[63].

El sermón explica el fin del mundo haciendo notar que éste fue creado de la nada pero que llegará el momento en que tendrá su fin. Apoyándose en la Sagrada Escritura, expone los llamados signos de la parusía: se predicará el Evangelio a todas las naciones y habrá signos cósmicos. En relación con estos últimos, la exposición es una descripción apocalíptica del fin de la historia:
«Este mundo nació como niño, cuando Dios lo creó de nada. Han pasado por él muchos años, más de seis mil, y diversas edades; ya es viejo, y da muestras de quererse acabar. Pero antes que se acabe el mundo, se ha de predicar el Evangelio a todas las naciones del universo orbe, según que el Hijo de Dios lo dijo a sus discípulos (Mt 24, 14)»[64].
«Mas antes de venir aquel día último y temeroso, habrá señales en el cielo y en el mar y en la tierra, que pondrán gran espanto a los hombres. El Sol se oscurecerá y pondrá negro. La Luna se pondrá toda sangre, las estrellas caerán del firmamento, las virtudes y poder de los cielos se desconcertarán y turbarán. El aire echará truenos y rayos espesos como gotas de agua, la mar bramará y tragará la tierra, los ríos se alzarán en alto y combatirán con los montes, los montes se abrirán por medio y la tierra temblará, los edificios y torres vendrán con furia por el suelo. Entre los hombres habrá guerras crueles, y hambres y mortandades; y los que se escaparen de estos males con rayos de cielo y temblores de tierra peligrarán de muerte»[65].
La predicación no olvida uno de los signos parusiacos más misteriosos: la oposición al Evangelio que tiene como una de sus expresiones la aparición del Anticristo[66]. En efecto, el sermón enseña que antes de la consumación final, el diablo y sus secuaces concentrarán todas sus fuerzas maléficas para propagar sus mentiras entre los hombres y buscarán destruir la Iglesia de Cristo:
«Porque sabed que el diablo al fin del mundo, sospechando que tiene poco tiempo para engañar y hacer el mal, juntará todas sus fuerzas y poder, y nuestro Dios le dará entonces larga licencia por los pecados del mundo. Y así levantará un hombre maldito, abominable, infernal, que llamamos Anticristo. Este hará bando contra Jesucristo y procurará destruir su Santa Iglesia; y con astucia y falsos milagros, y con promesas y amenazas, y con crueles tormentos, incitará a todos los cristianos a que renieguen del buen Jesús, y se pasen a él y le adoren»[67].
Haciendo una lectura literalista de ciertos pasajes bíblicos (cfr. Ml 3, 23; Mt 17, 10-13; Hb 11, 5), se enseña que momentos previos a la consumación de la historia, vendrán Elías y Henoc para pelear contra el Anticristo[68]. El maligno los vencerá, pero al final, vendrá Cristo y se dará la victoria final:
«Y serán tantos sus hechos y sus mañas, y tendrá de su parte tantos letrados y tantos señores, y tanto poder del diablo, que casi todos se rendirán, y muy poquitos permanecerán en la fe de Jesucristo. Entonces vendrán los profetas Elías y Enoc, que Dios tiene guardados, y predicarán contra este maldito Anticristo; y él peleará con ellos, y al cabo los degollará y quedará victorioso, y los buenos muy afligidos»[69].
«Mas Nuestro Señor Jesucristo, habiendo piedad de los buenos, vendrá, y con la espada de su palabra destruirá a aquel malvado enemigo suyo, resucitando a sus profetas, y los cielos cantarán victoria por Jesucristo nuestro Salvador»[70].
La resurrección de la carne es predicada remarcando que se trata de una verdad confesada en el Credo de los cristianos. Es un acontecimiento parusiaco. Además, se hace notar que resucitaremos con nuestros propios cuerpos: 
«Y cuando ya todo este acabado, y todos los hombres hayan fenecido su tiempo, entonces enviará Dios del alto del cielo su gran Arcángel, y tocará una trompeta diciendo en voz poderosa: "Levantaos, muertos, y venid a Juicio". A este pregón y voz de parte de Dios obedecerán todos los muertos, y será aquella grande maravilla que Dios por su Palabra tantas veces tiene dicha: que resucitarán los hombres cada uno con su propio cuerpo, el mismo que tuvo cuando murió. Esto es lo que confesamos todos los fieles cristianos en el Credo, diciendo: Creo la resurrección de la carne»[71].
Para explicar el cómo de la resurrección, se utiliza la imagen paulina del grano de trigo que muere para florecer (cfr. 1 Co 15, 35-38) pero adecuándola a los oyentes, de ahí que se hable también del grano de maíz que se convierte en «choclo». Es de resaltar, el énfasis que se pone por remarcar el realismo de la resurrección[72]:
«Como el grano de maíz o de trigo primero se muere y pudre en la tierra, y después brota y sale en la espiga o en el choclo, no os dé pena, hijos míos, que vuestros cuerpos pasen ahora trabajo, no os preocupéis mucho de sepulturas muy honradas y pomposas. Vuestro Dios tiene cuenta con vuestros cuerpos, y él guarda vuestras cenizas, y no le faltará un polvito de la uña, ni del cabello. Todo lo mira y lo cuenta, y guarda en su eterno tesoro; y de allí saldrá todo el día del juicio»[73].
«Así que todos resucitaremos certísimamente aquel día, con estos mismos cuerpos y con estos ojos, y con estas manos y con estos huesos, y con esta carne y con este pellejo. No se perderá ni trocará un cabello, por la virtud de aquel gran Dios»[74].
Teniendo como trasfondo el relato de Mt 25, 31 ss, se presenta el juicio final. Este acontecimiento será el último acto parusiaco. En efecto, cuando venga Jesús, juez universal, se abrirá «el libro de la vida» (cfr. Ap 20, 12); y, entonces, se conocerá públicamente quienes son los salvados y los condenados, todos ya con sus cuerpos resucitados:
«Allí se sacarán los libros en que están escritos los bienes y males de todos; y por obra admirable cada uno leerá allí toda su vida; y leerá todas las vidas de los otros; y verá quién merece muerte eterna, y quién vida eterna. ¡Qué sentirán los malos cuando vean volverse a ellos el Juez eterno con rostro aireado y mirarlos cono ojos feroces y con voz terrible decirles: Id, malditos enemigos míos, al eterno fuego infernal con el Diablo o ser atormentados para siempre sin fin!»[75].
Con imágenes impactantes y con cierto lujo de detalles, el sermón explica el destino de los condenados. Al estilo de las predicaciones de esa época, se insiste en el aspecto temible del juicio final, será un verdadero dies irae. La intención es clara, pues al igual que como lo hacían los grandes profetas, se quiere mover hacia la conversión a los fieles[76]
«Al punto se abrirá la tierra y los demonios fieros embestirán en los miserables condenados y bajarán al profundo infierno, dando gritos y rabiando, y allí quedarán sepultados en el fuego ardiente en cuerpo y alma, sin esperanza de jamás tener remedio eternamente ¿Quién no teme, hermanos míos, aquel día y hora espantable? Todos cuanto estamos aquí hemos de parecer allí; y todas nuestras obras y pensamientos han de parecer allí en público a todos. Bien será que ahora hagamos penitencia y vivamos bien, para que escapemos aquel día de la ira terrible de Dios. Bien será que ahora nos juzguemos y castiguemos nuestras culpas, para que Dios no perdone entonces»[77].
Se describe también los «cielos nuevos y la tierra nueva» como hábitat de los cuerpos gloriosos de los justos. Si los condenados han perdido la felicidad eterna, los justos serán los compañeros eternos de Dios en un mundo transfigurado, donde todo reflejará la gloria del Señor:
«En siendo llevados los malos al infierno, luego se cubrirá la tierra sobre ellos, y quedará muy contenta y descansada de haber echado de sí tan pesada carga. Y luego el agua se pondrá clara y hermosa como el cristal; y el aire y fuego en sus regiones muy suaves y alegres. Y los cielos aparejarán la morada de los justos queridos de Dios. La luna resplandecerá como el sol, y el sol, siete veces más que ahora. Y aquella dichosa compañía de los escogidos queridos de Dios, viendo la venganza y juicio que Dios ha hecho en los malos, cantarán victoria y alabanza diciendo: Grandes y maravillosas son tus juicios, ¿Quién no te obedecerá y adorará, Rey de los siglos? »[78].
¿Cómo serán los cuerpos resucitados de los justos? El sermón XXXI sigue en este punto la enseñanza escolástica sobre los dotes de los cuerpos gloriosos resucitados. Según la teología escolástica, los cuerpos gloriosos serán: ágiles, claros, sutiles e impasibles[79]. Pero, además, se explica que los justos serán santuarios o moradas de Dios. En efecto, sus almas estarán colmadas por el mismo Dios:
«En sus cuerpos serán más ligeros que águilas, más resplandecientes que el sol, más sutiles que el viento, más hermosos que el cielo. Sus almas serán como Dios, llenas del mismo Dios, iguales a los ángeles, hijos queridos y regalados de su Dios»[80].
El cielo que es la comunión eterna con Dios es, al mismo tiempo, comunión con los demás. El sermón XXXI no olvida la dimensión comunitaria de la vida eterna. En el cielo, todos los bienaventurados participan de todos los bienes, fundamentalmente, del bien infinito que es Dios:  
«Todos entre sí, entrañable amor, dando cada uno a los otros todo el bien que tiene. Gozándose todos del bien de cada uno, y cada uno gozando los bienes de todos. Y, sobre todo, viendo y gozando los tesoros de toda la hermosura y suavidad de nuestro Dios»[81].
En síntesis, todo lo que podamos decir del cielo es deficiente, pues es una realidad inimaginable (cfr. 1 Co 2, 9). Es un verdadero misterio de comunión con Dios para todos los que le aman:
«No se puede esto, hermanos pensar cómo es, y mucho menos se puede decir. Porque ni oyó oído, ni vio ojo, ni imaginó pensamiento la grandeza de los bienes que Dios tiene para los que le aman y sirven»[82].
Al igual que el sermón XXX, se concluye exhortando a los fieles para que amen y sirvan a Dios con todas sus fuerzas. Ese es el camino que lleva al cielo:
«Amad mucho a vuestro Dios, sirviéndole con todas vuestras fuerzas. Cumplid sus mandamientos, aunque os cuesta la vida. Y bienaventurados si así lo hacéis. Seréis de los queridos hijos de Dios. Gozaréis de aquella vida eterna que a los que le sirven finalmente promete Jesucristo. El cual con el Padre y con el Espíritu Santo, vive y reina Dios por todos los siglos de los siglos. Amén»[83].

IV. El Deseo del Cielo en Santo Toribio de Mogrovejo.

Santo Toribio de Mogrovejo, al igual que todos los santos de la Iglesia, tuvo una gran preocupación por aprovechar el tiempo presente. El Santo Arzobispo de Lima estaba convencido que sólo tenemos esta vida para alcanzar el cielo, la patria eterna. Por eso, señalaba que es necesario vivir el presente con un gran amor a Dios y los demás. A este respecto, su primer biógrafo, Antonio de León Pinelo relata que «no perdía un instante y solía decir: "No es nuestro el tiempo, es muy breve, y hemos de dar estrecha cuenta de él". Y he ponderado de la vida de este gran varón, que en veinticinco años, que rigió la iglesia de Lima, no trató de otra cosa que de su salvación…Fue su vida una rueda, un movimiento perpetuo, que nunca paraba. Y si la del hombre, es milicia en la tierra, bien mereció el título de soldado de Cristo Señor Nuestro, pues nunca faltó a lo militante de su Iglesia, para conseguir el premio en la triunfante, que piadosamente entendemos que goza»[84].
Cuentan los testigos que, especialmente por los días de semana santa, repetía mucho las palabras escuchadas al popular predicador P. Lobo, en Salamanca: «Juicio, infierno, eternidad». Asimismo, Diego Morales –secretario del Prelado– declaró que «siempre andaba cuidando de la honra de Dios y que en nada fuese ofendido, y sentía sumamente cuando oía jurar a alguna persona y le reprendía y decía no juréis, vuestra palabra sea sí, sí; no, no; no ofendáis a tan gran Señor; y muy ordinariamente decía: reventar y no hacer un pecado venial; y así este testigo nunca jamás le vio ni oyó pecado mortal ni venial, ni imperfección chica ni grande, todo era dado a Dios y embebido en él»[85]. También, su sobrina Mariana de Guzmán Quiñones testificó: «Muchas veces le oyó decir esta testigo al dicho siervo de Dios: "reventar y no hacer un pecado venial"»[86].
Santo Toribio de Mogrovejo fue muy conciente que debía dar cuentas a Dios de su ministerio episcopal. En efecto, en diversas ocasiones, mostró un santo temor ante el juicio de Dios. En una carta escrita el año 1593 al Consejo de Indias señala: «Muchas veces he escrito sobre esto y no veo el remedio, no sé la causa de ello y en escribir esto entiendo hago mucho servicio a su Majestad y a todos los del Consejo deseándose rematen   (liquiden)  cuentas en vida y no se remitan a la muerte donde se tomarán estrechas y rigurosamente y no se pondrá pretender ignorancia de esto que tantas veces por mis cartas he representado (he repetido) poniendo por delante la muerte y juicio, infierno y gloria»[87].  
Además, el Santo Pastor se preocupó para que los fieles cumplan ese deber tan cristiano que es el rezar por los difuntos. En este sentido, Santo Toribio impulsó una cofradía para rezar por las almas del purgatorio[88].

IV. CONCLUSIONES

Los catecismos limenses exponen con fidelidad la doctrina de la Iglesia sobre la escatología. Estos documentos presentan la escatología que se ha forjado hasta ese momento, gracias a los concilios ecuménicos IV de Letrán (1215), II de Lyon (1274), Florencia (1439-1445) y Trento (1545-1563). A ellos se suma, la constitución Benedictus Deus (1336).
Estos documentos catequéticos enseñan de manera clara y sencilla las realidades últimas del hombre y del mundo. En la escatología individual —De novissimis hominis— exponen las verdades esenciales sobre la muerte, el juicio particular y la retribución mox post mortem. Además, en la escatología universal —De novissimis mundi— se expone la segunda venida del Señor, el juicio final y la resurrección universal.
En las enseñanzas escatológicas del Sermonario destacamos el uso de un lenguaje directo y vivaz. Se utilizan expresiones propias —tomados del quechua—para que los oyentes entiendan el mensaje. En la exposición sobre las verdades del purgatorio, el infierno y el juicio final, se usan imágenes llamativas que ciertamente suscitan temor, pero son las propias del estilo de esa época. Quizás para la mentalidad de hoy pueden resultar exageradas. En todo caso, conviene remarcar que el fin era que los fieles se conviertan, salgan del pecado, y vivan en gracia de Dios.
El celo de Santo Toribio por presentar los novísimos a través de estos documentos catequéticos es un ejemplo para todos los pastores de la Iglesia, de tal modo que no dejen de predicar sobre las realidades últimas. La doctrina de la Iglesia sobre la escatología no ha cambiado, en esencia, es la misma de siempre. El reto es enseñarla con integridad, y al mismo tiempo, con un lenguaje interpelante para el hombre de hoy.
Pbro. Dr. Carlos Rosell De Almeida
Director de Estudios Teológicos de la Facultad
de Teología Pontifica y Civil de Lima.


[1]       Una buena síntesis sobre las enseñanzas magisteriales en temas escatológicos antes de Trento en: J. RICO  PAVÉS, Escatología cristiana. Para comprender qué hay tras la muerte, Murcia 2002, pp.94-102  
[2]       «… ha de venir al fin del mundo, ha de juzgar a los vivos y a los muertos, y ha de dar a cada uno según sus obras, tanto a los réprobos como a los elegidos: todos los cuales resucitarán con sus propios cuerpos que ahora llevan, para recibir según sus obras, ora fueren buenas, ora fueren malas; aquéllos, con el diablo, castigo eterno; y éstos, con Cristo, gloria sempiterna». DH 801.
[3]       «Y si verdaderamente arrepentidos murieren en caridad antes de haber satisfecho con frutos dignos de penitencia por sus comisiones y omisiones, sus almas son purificadas después de la muerte con penas que lavan y purifican… y para alivio de esas penas les aprovechan los sufragios de los fieles vivos, a saber, los sacrificios de las misas, las oraciones y limosnas, y otros sacrificios de piedad, que según las instituciones de la Iglesia, unos fieles acostumbran hacer en favor de otros». DH 856.
[4]       «Por esta constitución que ha de valer para siempre, por autoridad apostólica definimos que, según la común ordenación de Dios, las almas de todos los santos que salieron de este mundo antes de la pasión de nuestro Señor Jesucristo, así como la de los santos apóstoles, mártires, confesores, vírgenes, y de los otros fieles muertos después de recibir el bautismo de Cristo, en los que no había nada que purgar al salir de este mundo, ni habrá cuando salgan igualmente en lo futuro, o si entonces lo hubo o habrá luego algo purgable en ellos, cuando después de su muerte se hubieren purgado; y que las almas de los niños renacidos por el mismo bautismo de Cristo o de los que han de ser bautizados, cuando hubieren sido bautizados, que mueren antes del uso del libre albedrío, inmediatamente después de su muerte o de la dicha purgación los que necesitaren de ella, aun antes de la reasunción de sus cuerpos y del juicio universal, después de la ascensión del Salvador Señor Nuestro Jesucristo, estuvieron, están y estarán en el cielo, en el reino de los cielos y paraíso celeste con Cristo, agregadas a la compañía de los santos ángeles, y después de la muerte de Nuestro Señor Jesucristo vieron y ven la divina esencia con visión intuitiva y también cara a cara, sin mediación de criatura alguna que tenga razón de objeto visto, sino por mostrárseles la divina esencia de modo inmediato y desnudo, clara y patentemente, y que viéndola así gozan de la misma divina esencia…». DH 1000.
[5]       «Definimos además que, según la común ordenación de Dios, las almas de los que salen del mundo con pecado mortal actual, inmediatamente después de su muerte bajan al infierno donde son atormentados con penas infernales, y que no obstante en el día del juicio todos los hombres comparecerán con sus cuerpos "ante el tribunal de Cristo", para dar cuenta de sus propios actos, "a fin de que cada uno reciba lo propio de su cuerpo, tal como se porto, bien o mal" (2 Co 5, 10)». DH 1002.
[6]       «Asimismo, si los verdaderos penitentes salieren de este mundo antes de haber satisfecho con frutos dignos de penitencia por lo cometido y omitido, sus almas son purgadas con penas purificatorias después de la muerte, y para ser aliviadas de esas penas, les aprovechan los sacrificios de los fieles vivos, tales como el sacrificio de la misa, oraciones y limosnas, y otros oficios de piedad, que los fieles acostumbran practicar por los otros fieles, según las instituciones de la Iglesia». DH 1304.
[7]       «Es curioso que Lutero llegó lentamente a la negación del purgatorio: en la disputa de Leipzig del año 1519 negó meramente que la existencia del purgatorio se pudiera demostrar por alguna de las Escrituras canónicas; el año 1530 ataca la misma exigencia del purgatorio en su escrito Widerruf vom Fegfeuer desde entonces, ésta será su posición definitiva». C. POZO, Teología del más allá, Madrid 42001, p.516.
[8]       Cfr. C. POZO, o.c., pp. 516-518; J. RICO PAVÉS, o.c., p.103.
[9]       Antes del Concilio de Trento, el Papa León X en la bula Exsurge Domine (1520) había condenado varias proposiciones de Lutero. Dentro de las condenas hay cuatro que se refieren a los errores del protestantismo sobre el  purgatorio. A este respecto, se condenan las siguientes tesis: «El purgatorio no puede probarse por Escritura Sagrada que este en el canon» DH 1487. «Las almas en el purgatorio no están seguras de su salvación, por lo menos todas; y no está probado, ni por razón, ni por Escritura alguna, que se hallen fuera del estado de merecer o de aumentar la caridad». DH 1488. «Las almas en el purgatorio pecan sin intermisión, mientras buscan el descanso y sienten horror de las penas». DH 1489. «Las almas libradas del purgatorio por los sufragios de los vivientes, son menos bienaventuradas que si se hubiesen satisfecho por sí mismas». DH 1490.
[10]      Además se habló de: (1) La invocación, veneración y las reliquias de los santos y sobre las imágenes sagradas. Cfr. DH 1821-1825. (2) El duelo Cfr. 1830. (3) Las indulgencias. Cfr. DH 1835 
[11]      «Puesto que la Iglesia católica, ilustrada por el Espíritu Santo, apoyada en las sagradas Letras y en la antigua tradición de los padres ha enseñado en los sagrados Concilios y últimamente en este ecuménico Concilio que existe el purgatorio y que las almas allí detenidas son ayudadas por los sufragios de los fieles y particularmente por el aceptable sacrificio del altar; manda el santo concilio a los obispos que diligentemente se esfuercen para que la sana doctrina sobre el purgatorio, enseñada por los santos padres y sagrados Concilios sea creída, mantenida, enseñada y en todas partes predicada por los fieles de Cristo. Delante, empero, del pueblo rudo, exclúyanse de las predicaciones populares las cuestiones demasiado difíciles y sutiles, y las que no contribuyen a la edificación y de las que de la mayor parte de las veces no se sigue acrecentamiento alguno de piedad. Igualmente no permitan que sean divulgadas y tratadas las materias inciertas y que tienen apariencia de falsedad. Aquéllas, empero, que tocan a cierta curiosidad y superstición, o saben a torpe lucro, prohíbanlas como escándalos y piedras de tropiezo para los fieles…». DH 1820.
[12]      Para un estudio detallado del Catecismo Romano ver la edición de la BAC: CATECISMO ROMANO. Traducción, introducción y notas de Pedro Martín Hernández, Madrid 1956. Además: P. RODRIGUEZ – R. LANZETTI, El Catecismo Romano: Fuentes e historia del texto y de la redacción, Pamplona 1982.
[13]      Por ejemplo, el catecismo de San Roberto Belarmino enseña los novísimos con el esquema pregunta (maestro)- respuesta (discípulo): «M. ¿.Quante sono le cose ultime dell'uomo, le quali la scrittura chiama novissimi, che considerandoli bene, ci fanno astenere da'peccati? – D. Quattro 1) La morte. 2) Il giudizio. 3) L'inferno. 4) Il paradiso». SAN ROBERTO BELARMINO, Docttrina Cristiana: Opera omnia, t.12, Parisiis 1874, p.207. cit. en C. POZO, o.c., p.28, nt.34.
[14] Para conocer estos documentos: J. G. DURÁN, Monumenta Catechetica Hispanoamericana (Siglos XVI-XVIII), Volumen II (Siglo XVI), Buenos Aires 1990, pp.331-741. Para el estudio teológico: R. ROMERO FERRER, Estudio teológico de los catecismos del III Concilio Limense (1584-1585), Pamplona 1992.
[15]      «El corpus limense es, sin género de dudas, lo más acabado de la teología profética americana, lo cual da razón de su larga vigencia, hasta el Concilio Plenario Latinoamericano de 1899 y aún después. Como se expresa en la "Epístola del Concilio", que tiene carácter proemial, los Padre sinodales pretendían secundar las indicaciones del Concilio de Trento. Al mismo tiempo, recibían por completo las constituciones del II Limense». J. L. ILLANES – J. I. SARANYANA, Historia de la teología, Madrid 2002, p. 168.
[16]      «Ante todo, conviene explicar la significación de este término tan usado en la pastoral catequística indiana del siglo XVI. La doctrina, o también llamada cartilla, contiene las principales oraciones que todo cristiano debe saber, y los enunciados de las verdades de la fe, oficialmente tenidas como tales por la Iglesia. Con su aprendizaje y frecuente repetición se daba comienzo a la enseñanza catecumenal, tanto de niños como de adultos». J. G. DURÁN, o.c., p.425.
[17]      Cfr. «Doctrina cristiana» en J. G. DURÁN, o.c., pp.461-466.
[18]      «Doctrina cristiana» en J. G. DURÁN (dir.), o.c., p.465.
[19]      La Suma de la fe católica contiene cuatro enseñanzas: De Dios, De la Trinidad, De Jesucristo y De la Santa Iglesia. Cfr. Ibid., p.466.
[20]      Ibid.
[21]      «El Catecismo Menor, al igual que el Mayor, intenta lograr una mejor y más profunda comprensión de las verdades de la fe, tanto en su aspecto dogmático, como en el moral. Por este motivo, todos aquellos contenidos que habían sido enunciados globalmente y a modo sintético a lo largo de la Doctrina, y aprendidos de memoria por los oyentes, ahora será explicitados siguiendo el proceso analítico, a través de preguntas y respuestas concisas, inteligibles y fáciles de retener». J. G. DURÁN, o.c., p.429.
[22]      «Catecismo breve para los rudos y ocupados» en J. G. DURÁN, o.c., p.468.
[23]      En el primer Concilio limense (1551-1552), convocado por Jerónimo Loayza, primer arzobispo de Lima, se recomendó vivamente enseñar la inmortalidad del alma. Cfr. P. TINEO, Los concilios limenses en la evangelización latinoamericana, Pamplona 1990.
[24]      «Catecismo breve para los rudos y ocupados» en J. G. DURÁN, o.c., p.468.
[25]     Ibid.
[26]     Ibid.
[27]     Ibid.
[28]      Ibid.
[29]      Ibid., p.469.
[30]      Ibid.
[31]      «El Catecismo mayor es para los que son más capaces, sepan más por entero los misterios de nuestra religión y que para esto se recite y repita de coro cuando se juntan a la doctrina». «Proemio de los sermones. Del intento de este "Tercero Catecismo" o "Sermones" sobre la doctrina cristiana, y del fruto que se puede sacar de ellos» en J. G. DURAND, o.c., p.628.
[32]     «Catecismo mayor para los que son más capaces» en J. GUILLERMO DURAND, o.c., p.472
[33]     Ibid.
[34]     Ibid.
[35]     Ibid.
[36]      Ibid., p.477.
[37]      Ibid.
[38]      Ibid., p.478.
[39]      Ibid.
[40]     Ibid.
[41]     Ibid.
[42]     Ibid., p.485.
[43]     «Sermón XXX: De los novísimos» en J. G. DURÁN, o.c., p.731
[44]     Ibid.
[45]     Ibid., p.732.
[46]     La Sagrada Escritura enseña de manera explícita que existirá un juicio final (cfr. Mt 25, 31 ss); sin embargo, podemos encontrar pasajes bíblicos que insinúan un juicio particular inmediatamente después de la muerte (cfr. Lc 23, 43; 2 Co 5, 8; Flp 1, 23). Además, es dogma de fe que existe una retribución mox post mortem y esto exige suponer la existencia de un juicio personal. «El Nuevo Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida; pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe». CEC n.1021. 
[47]      «Sermón XXX: De novísimos» en J. G. DURÁN, o.c., p.732.
[48]      Ibid.
[49]      Ibid.
[50]      Ibid., pp. 732-733.
[51]      La Iglesia nunca ha enseñado dogmáticamente que existe «fuego» en el purgatorio. El dogma de fe es que existe el purgatorio y ahí las almas se purifican mediante unas penas. En efecto, el Concilio II de Lyon (1274) enseñó que en el purgatorio hay penas que «lavan y purifican» (cfr. DH 856), mientras que en el Concilio de Florencia (1439-1445) se enseñó que hay «penas purificatorias» (cfr. DH 1304). En todo caso, hablar del «fuego del purgatorio» es una imagen que trata de explicar la purificación que sufren las almas en este estado transitorio. A este respecto, el Papa Benedicto XVI explica esta imagen señalando que «el fuego» es el mismo Cristo quien purifica el alma. «El encuentro con Él (Cristo) es el acto decisivo del juicio. Ante su mirada, toda falsedad se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos». BENEDICTO XVI. Encíclica Spe salvi, n.47.
[52]      Ibid. p.733.
[53]      Ibid.
[54]      Ibid., pp.733-734.
[55]      En relación con el infierno, el dogma consiste en afirmar que existe, es eterno (cfr. DH 801; 858; 1306) y van ahí quienes mueren en pecado mortal actual (cfr. DH 1002). Además, se habla que existe un «fuego eterno» (cfr. DH 76), pero la Iglesia nunca ha explicado la naturaleza de este fuego. A este respecto, conviene citar las palabras de Juan Pablo II en la audiencia general del 28-VII-1999: «Las imágenes con las que la Sagrada Escritura nos presenta el infierno deben interpretarse correctamente. Expresan la completa frustración y vaciedad de una vida sin Dios. El infierno, más que un lugar, indica la situación en la que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría». «El infierno como rechazo definitivo de Dios», n.3 en JUAN PABLO II, Creo en la vida eterna. Catequesis sobre el Credo (VI), Madrid, 2003, pp.237-238.
[56]      «Sermón XXX: De los novísimos» en J. G. DURÁN, o.c., p.734
[57]      Ibid.
[58]      Ibid.
[59]      Ibid.
[60]      Ibid., p.735.
[61]      Ibid., pp.735-736.
[62]      «Sermón XXXI: Del juicio final» en J. G. DURÁN, o.c., p.736.
[63]      Ibid., pp. 736-737.
[64]      Ibid. p.737.
[65]     Ibid.
[66]      La aparición de una gran oposición al Evangelio en los momentos previos a la consumación final es enseñada en 2 Ts 2, 4-12. Por su parte en: 1 Jn 2, 18.22 y 2 Jn 7 esta oposición aparece bajo la forma del Anticristo. A este respecto, nos dice el Catecismo: «La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se glorificará a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne».CEC n.675. «Esta impostura del Anticristo aparece esbozada ya en el mundo cada vez que se pretende llevar a cabo la esperanza mesiánica en la historia, lo cual no puede alcanzarse sino más allá del tiempo histórico a través del juicio escatológico».CEC n.676.
[67]      «Sermón XXXI: Del juicio final» en J. G. DURÁN, o.c., p. 738.
[68]      El sermón sigue la interpretación de algunos Padres, como San Agustín y San Jerónimo, quienes interpretaban el pasaje de Ap 11, 3-13 enseñando que los dos testigos que ahí luchan contra el Anticristo son Enoc y Elías. Ellos mueren en esa lucha, pero luego resucitan gloriosamente gracias a Cristo. Cfr. SAN AGUSTÍN, In Ion. IV, 5: PL 35, 1408; Sermo 299, 11: PL 38, 1376; SAN JERÓNIMO, In Mal. c.4, 5: PL 25, 1576. A este respecto, comenta Royo Marín: «La aparición de Elías y Henoc es otra señal misteriosa, que solo de una manera muy confusa puede apoyarse en la Sagrada Escritura». A. ROYO MARIN, Teología de la salvación, Madrid 1956, p.568. 
[69]      Ibid.
[70]      Ibid.
[71]      Ibid., p.739.
[72]      La Iglesia enseña que resucitaremos con los cuerpos que ahora llevamos (cfr. DH 801), pero éstos estarán transformados. Habrá continuidad y transformación. En efecto, los cuerpos resucitados serán los mismos con los que vivimos en la tierra, pero, o gloriosos o de condenación (cfr. Dn 12, 2; Jn 5, 29).
[73]      Ibid.
[74]      Ibid.
[75]      Ibid., p.740.
[76]      El Catecismo de la Iglesia es más positivo al hablar del juicio final. En efecto, enseña que el mensaje de este juicio es un llamado a la conversión, al santo temor de Dios y un impulso para forjar la justicia del Reino. Anuncia, más bien, un acontecimiento gozoso: la glorificación de los justos. «El mensaje del juicio final llama a la conversión mientras Dios da a los hombres todavía el "tiempo favorable, el tiempo de salvación" (2 Co 6, 2). Inspira el santo temor de Dios. Compromete para la justicia del Reino de Dios. Anuncia la "bienaventurada esperanza" (Tt 2, 13) de la vuelta del Señor que "vendrá para ser glorificado en sus santos y admirado en todos los que hayan creído" (2 Ts 1, 10)». CEC n.1041.
[77]      «Sermón XXXI: Del juicio final» en J. G. DURÁN, o.c., p. 740.
[78]      Ibid.
[79]      En el Catecismo romano se enseñaban los dotes de los cuerpos gloriosos como respuesta a la pregunta: ¿Cuiusmodi dotibus beatorum corpora post resurrectionem erunt ornata? La enseñanza sobre los dotes de los cuerpos gloriosos era clásica en los manuales de escatología hasta antes del Concilio Vaticano II. Cfr. A. ROYO MARIN, o.c., pp.525-544. Más bien, el actual Catecismo de la Iglesia evita entrar en detalles, así, cuándo se refiere al "cómo" de la resurrección dice: «Este "cómo" sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe. Pero nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo». CEC n.1000.
[80]      «Sermón XXXI: Del juicio final» en  J. G. DURÁN, o.c., p.741.
[81]      Ibid.
[82]      Ibid.
[83]     Ibid.
[84]      A. DE LEÓN PINELO, Vida del Ilustrísimo y Reverendísimo D. Toribio Alfonso Mogrovejo, Arzobispo de la ciudad de los Reyes, Madrid 1653, Lima 1906, p.68.
[85]      Archivo Arzobispal de Lima. Actas del proceso de beatificación, Libro I, 167v.
[86]     Archivo Arzobispal de Lima. Actas del proceso de beatificación, Libro II, 523.
[87]      E. PUIG, «Cartas de Santo Toribio de Mogrovejo» en Revista Peruana de Historia Eclesiástica 9, Cuzco, 2006, p.68.
[88]      «En el pueblo de la Magdalena de Eten… tiene la iglesia de este pueblo una Cofradía de ánimas que ahora se fundó por orden de SU SEÑORÍA». J. A. BENITO, Libro de visitas de Santo Toribio  (1593-1605), Lima 2006.

Archivo

Etiquetas

santo toribio de mogrovejo (19) imagenes (12) biografía (5) antonio san cristobal (3) concilio limense (3) eventos (3) anecdotas (2) armando nieto sj (2) carabayllo (2) conferencia (2) enciclopedia catolica (2) evangelización (2) exposicion (2) jose antonio benito (2) juan luis cipriani (2) libros (2) sevilla (2) ucsm (2) ucss (2) IET (1) Meeting per la Amicizia fra i popoli (1) abogado (1) adriano tomasi (1) alfredo saenz (1) angel justo estebaranz (1) antigrama (1) archivo de indias (1) arquetipo (1) arquitectura virreinal (1) bautizo (1) bibliografía (1) capu (1) carlos rosell (1) carlos salinas (1) carta (1) catecismo (1) catedral (1) centro cultural España (1) concha contreras (1) concilio plenario latinoamericano (1) corazon (1) credo (1) crisol de lazos solidarios (1) defensor y padre del indio (1) deperu.com (1) documento (1) eguiguren (1) el dragon (1) enrique llano (1) escatologia (1) facultad de teologia pontifica y civil de lima (1) hogar santo toribio (1) iglesia de san marcelo (1) jmj (1) jose de acosta (1) jose maria iraburu (1) josé antonio del busto (1) las calles de lima (1) lima (1) manuel tovar (1) mezquita catedral de cordova (1) miguel león gómez (1) mision (1) monasterio santa clara (1) mula volteadora (1) multatuli (1) museo de salamanca (1) museo nacional historia pueblo libre (1) nacimiento (1) obispo de quito (1) parroquias (1) patrimonio religioso (1) patrono de los obispos (1) patrono episcopado (1) pectoral (1) ramiro valdivia cano (1) razon (1) reconciliacion (1) reforma (1) revista peruana de historia eclesiastica (1) ruta toribiana (1) san francisco de borja (1) sermon (1) severo aparicio (1) señor de los milagros (1) sinodos diocesanos (1) sínodo de piscobamba (1) takillakkta (1) telejuan19 (1) teologia conciliar (1) tomas morales sj (1) trento (1) valladolid (1) via conciliar (1) video (1) visitas (1)

Instituto de Estudios Toribianos Copyright © 2011 | Template created by O Pregador | Powered by Blogger Adaptado por: Angel Santa María (angelomar@outlook.com)