domingo, abril 29, 2018

LA PERSONALIDAD ESPIRITUAL DE SANTO TORIBIO A LA LUZ DE Gaudete et exsultate. P. Pedro HIdalgo

INICIANDO LA SOLEMNIDAD DE SANTO TORIBIO ALFONSO DE MOGROVEJO, SEGUNDO ARZOBISPO DE LIMA.

(En la liturgia católica la celebración del domingo y solemnidades comienza la tarde precedente)

 

En la exhortación apostólica Gaudete et exsultate, el papa Francisco invita a pensar la santidad como el camino personal que cada cristiano ha de recorrer para que la propia vida corresponda al designio de Dios (nn. 19-21) y en el n. 22 invita a mirar la vida de los santos escribiendo que «lo que hay que contemplar es el conjunto de su vida, su camino entero de santificación, esa figura que refleja algo de Jesucristo y que resulta cuando uno logra componer el sentido de la totalidad de su persona».

 

En esa línea, brevemente, quisiera proponer la parábola de la personalidad espiritual del santo Arzobispo de Lima Toribio Alfonso de Mogrovejo, ya que su fiesta litúrgica es ocasión de agradecer a Dios por haber bendecido a nuestra querida Iglesia limeña con tan santo Pastor.

 

La vida de santo Toribio es afirmación clara y perentoria de que en la propia existencia no hay valor mayor que la búsqueda y el cumplimiento de la voluntad de Dios, pues la relación que constituye toda vida auténtica humana es la que se vive con el Creador y Padre. Desde niño, Toribio vivió en Dios, tanto que su cuñado afirma que la santidad del Santo Arzobispo se percibe desde su niñez, pues ya desde entonces se consagró a Dios y percibió las vanidades del mundo. Si bien tuvo aspiraciones legítimas para una vida en el mundo, como la de obtener una carrera en el campo de las Leyes (lo que hoy es el Derecho), todo lo vivía como posibilidad de un servicio a Dios. Estudió diligentemente, buscó y consiguió becas, ocupó servicios en la vida pública, pero nada le alejó de su ideal de servicio a Dios a través de lo que realizaba. No consta que pensase en la vida sacerdotal, pero su presencia en el mundo era la de alguien que amaba verdaderamente a Dios y deseaba servirle.

 

Un rasgo de su piedad cristiana en cuanto configuración con Cristo fue su tierno amor a la Santísima Virgen María, de quien se mostró siempre fiel devoto. Su amor al Señor se mostró en el esfuerzo por cultivar virtudes, las mismas que eran percibidas meridianamente por quienes le trataban. La vida diaria fue el ámbito de su santidad; en medio de sus ocupaciones habituales, de la vida de estudiante, la vida familiar o luego el trabajo como inquisidor, buscó hacer todo bien para agradar a Dios y hallaba fuerza en la oración, la Santa Misa, la mortificación, la oración a la Santísima Virgen. 

 

Tal vez el momento más significativo de su compromiso con la voluntad de Dios fue la aceptación de su designación como Arzobispo de los Reyes. Nada hace pensar que Toribio Alfonso hubiese deseado ser misionero. Mucho menos pensable es que haya deseado o buscado dignidades eclesiásticas. Su vida transcurría por otros senderos. Su pasión parecía ser la administración de justicia, el ejercicio del derecho. Pero el Señor trastocó esos planes personales y le invitó a vivir aquel salir del propio amor y deseo para acoger el designio divino. Si de una vida consagrada a Dios se trataba, tal vez le interesaba en algo la vida monacal, mas no el ejercicio del ministerio pastoral. Los planes de Dios trazaron otro sendero. ¡Y Toribio aceptó!

 

Treinta y nueve años tenía cuando se le pidió aceptar la elección del Rey para proponerle como Arzobispo al Romano Pontífice. Ante ese proyecto vivió el temor reverencial propio de los humildes, de quienes se sienten insuficientes para acometer las empresas divinas. Pero también experimentó la confianza que surge en quien sabe que Dios da las gracias necesarias para cumplir lo que Él pide. Su paje Sancho Dávila señala tres meses como el tiempo que se tomó el licenciado Mogrovejo para aceptar la propuesta del Rey. Sin duda debió aceptar convencido de que lo propio era aceptar la voluntad de Dios, aunque fuera inesperada e insospechada. Luego de ser nombrado escribe al papa Gregorio XIII:

«Si bien es un peso que supera a mis fuerzas, temible aun para los ángeles, y a pesar de verme indigno de tan alto cargo, no he diferido más el aceptarlo confiado en el Señor y arrojando en Él todas mis inquietudes».

 

Comienza entonces una vida distinta, en cierta medida, a la que llevaba. Una vida llena de novedades. Ya el aprendizaje de lo referente a la vida eclesiástica era para él novedad, pasando por el aprendizaje de las lenguas indígenas para poder anunciar el Evangelio a los naturales; aprendiendo asimismo las costumbres y usos de una tierra diversa de la propia. Santo Toribio se dejó hacer, se dejó transformar por la gracia al compás de los desafíos que debía acometer. Más que nunca se hizo un oyente de la Palabra, un buscador de la voluntad divina en el día a día, hábil para discernir lo que Dios le pedía. Y desde esa experiencia, infatigable apóstol, anunciador de la Palabra de salvación y comunicador de la gracia, sobre todo mediante la celebración de los sacramentos.

 

La tarea evangelizadora será su vida. El Beato Papa Pablo VI, en la célebre exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, n. 14 escribe: «Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa». Casi una descripción del servicio pastoral de santo Toribio en su vasta Arquidiócesis de Los Reyes, que era casi medio Perú actual.

 

Tuvo especial esmero en la catequesis de los naturales, la misma que impartía él mismo en quechua y aymara. Tomó muy en serio que la mejor predicación y catequesis es la que imparte el mismo pastor, en persona, y por eso lo hacía en las lenguas nativas; no se dejó ilusionar por un «delegar» en otros que, en ocasiones es signo de facilismo y pereza pastoral. Su preocupación pastoral, atenta a la diversidad y diferentes posibilidades de los fieles, le llevó a impulsar la edición de un Catecismo Mayor destinado «a los más capaces» y el Menor o Breve, «para los rudos» o indios ancianos. Es el llamado Catecismo de Santo Toribio, de edición trilingüe en castellano, quechua y aymara. El Catecismo, el Confesonario y el Sermonario son instrumentos pastorales que impulsó para que se conociese en su integridad la doctrina de la salvación, pues tenía claro que la fe cristiana tiene como un componente esencial la formación de la mente que luego pasa a formación de la conciencia y se muestra en la conducta.

Tuvo especial preocupación por la liturgia, por la celebración digna y piadosa de los sacramentos pues tenía la viva conciencia que los sacramentos son medios ordinarios de comunicación de la vida divina, consecuentemente, se preocupó denodadamente por el incremento y la formación del clero. 

 

Su interés por la dignidad de la celebración litúrgica fue grande, viviendo la liturgia como modo especialísimo de encuentro con Dios. No sólo recomendó que se celebrase bien la liturgia para que los suyos se aficionasen a Dios sino que él encontró en ella la santificación que buscaba. A eso unía la oración, la mortificación, la caridad, como medios de crecimiento en la santidad. Sólo así se entiende su fecundidad pastoral, desde la cercanía con el Buen Pastor y la apertura a la Vida abundante que ofrece el Señor, experimentadas en la vivencia litúrgica. Conmueve al respecto la descripción de la vivencia litúrgico-espiritual del Santo hecha por uno de sus biógrafos: «Se levantaba a las seis de la mañana, sin que a vestirle y calzarle asistiesen mozos o ministros de cámara porque su honestidad no se sujetó jamás a estilos de palacio, ni circunstancias de grandeza. 

 

Decía sus devociones primero, y después en su humilde aposento, rezaba las Horas canónicas. Satisfecha esta obligación, bajaba por camino reservado de la casa arzobispal a la Catedral, donde celebraba la Misa, "con tanta devoción y ternura, como pide aquel divino misterio".

Acabado el santo sacrificio discurría por todo el templo y sacristía, haciendo de rodillas oración en cada uno de sus altares (…) Hechas estas piadosas visitas se volvía alegre a su palacio, sin permitir que ningún ministro de la Iglesia le acompañase, y entrando en su oratorio, puesto de rodillas, empleaba dos horas en oración mental (…) En anocheciendo, se recogía a su oratorio, donde hasta las ocho, "se suspendía en contemplaciones celestiales de la divina bondad".

Después salía fuera, y junto con sus capellanes rezaba con atenta y devota pausa y reverencia, a coros, los Maitines. En acabando el oficio se iba a cenar, y abreviando su cena con una ligera colación de pan y agua, volvía a su cuarto, en el cual, decía el oficio parvo de Nuestra Señora, el de los Difuntos y otras devociones particulares» (C. GARCÍA IRIGOYEN, Santo Toribio, Lima 1906, 20-22). Desde esa vida espiritual intensa se entiende la actividad pastoral fecunda que le muestra como un contemplativo en la acción. 

El ardor pastoral del II Arzobispo de Lima se percibe especialmente en sus visitas pastorales. La primera visita la comenzó en 1583 y duró hasta 1590. Sólo volvió a la ciudad de Lima para una consagración episcopal. La segunda la realizó desde mediados de 1593 hasta 1598. La tercera comenzó en 1601, regresó en 1604 y la retomó en enero de 1605 hasta el 23 de marzo de 1606, día de su partida a la Casa del Padre en Saña, cerca de Chiclayo. No siempre se entendieron sus Visitas, que respondían al deseo de estar entre los suyos, de predicarles el evangelio y celebrar los sacramentos comunicando la vida divina a los suyos por cerros, quebradas, valles, tierras silvestres, etc. El Virrey le acusó de estar ausente de la Sede (como si la sede fuese un Palacio y su escritorio) y buscó fuese destituido por estar ausente de la Ciudad de Lima, pero él no cejó en su esfuerzo de encarnar la caridad del Buen Pastor que va a buscar a sus ovejas aún en los lugares más lejanos, inhóspitos y difíciles. Un estilo pastoral que privilegia el encuentro del Pastor con las ovejas buscándolas, yendo a ellas para comunicar la Vida, sin triunfalismos de tipo alguno ni búsqueda de reconocimientos vanos. El único reconocimiento que buscaba era el de su conciencia que no le remordiese sino que le indicase que caminaba por la senda de la fidelidad al ministerio recibido.

Que nuestra alma exulte por haber tenido en esta Sede limeña un Arzobispo tan santo y que sea un compromiso para quienes formamos esta Iglesia, y para todos los peruanos, de responder al amor del Señor con el ardor, fervor, seriedad, responsabilidad, fortaleza, alegría y entusiasmo de Santo Toribio de Mogrovejo.

Y como diría el cardenal Juan Landázuri, su Sucesor en la Sede limeña, con gran admiración, fervor y amor: «Padre Nuestro, Santo Toribio, ¡ruega por nosotros!».

 

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Publicación del P. Pedro Hidalgo


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