sábado, julio 17, 2021

Santo Toribio Alfonso de Mogrovejo, Javier Burrieza Sánchez (Valladolid, 2020)

Santo Toribio Alfonso de Mogrovejo, arzobispo de Lima, n. Mayorga (Valladolid), 1538 + Saña (Perú), 23.III.1606; beatificación: 1679; canonización  1726.

BURRIEZA SÁNCHEZ, Javier Libro de los santos de Valladolid' Maxtor, Valladolid, 2020, pp.45-56

Un interesado lugar de nacimiento y un santo para Mayorga

Mayorga de Campos, localidad de la provincia de Valladolid y de la antigua diócesis de León —y desde mediados del siglo XX integrada en la  jurisdicción eclesiástica vallisoletana— se ha identificado profundamente con su paisano de proyección más internacional: Toribio Alfonso de Mogrovejo, arzobispo de Lima y metropolitano de buena parte de las Indias del siglo XVI. Sin embargo, no todos han aceptado su nacimiento en aquella villa, pues los vecinos de la localidad en la que nació su madre, Ana de Robledo y Morán, Villaquejida en León, perteneciente entonces a la diócesis de Oviedo, defendieron con fuerza su naturaleza. La polémica se basaba en una ausencia y en una incorrección. La primera es la inexistencia de su partida de bautismo, no extraña en el momento histórico en que se produjo. Para entonces no se encontraban generalizados los libros de bautismos de las parroquias. La segunda es la mencionada incorrección. Fue la afirmación interesada de su madre, cuando declaró que su hijo había nacido en aquella su localidad, con el fin de obtener con mayor facilidad una beca en el Colegio Mayor de San Salvador de Oviedo, en Salamanca, fundado por Diego de Muros, entonces obispo en tierras asturianas. Al serle concedida, Toribio Alfonso tuvo que jurar sus Constituciones, y entonces, afirmó ser natural de Mayorga. Su padre, el bachiller Luis de Mogrovejo, fue letrado público del regimiento de aquella villa vallisoletana y su regidor perpetuo.

En su localidad natal permaneció hasta los trece años, mientras que los siguientes transcurrieron en Valladolid, donde cursó humanidades y los primeros cursos de Cánones.

Aquella villa del Pisuerga, de mediados del siglo XVI, no solamente era sede preferencial de la Corte antes de los Autos de Fe de 1559, sino sede de las controversias sobre los derechos de los indios, además de lugar de establecimiento del Consejo de Indias. En Salamanca, ya estaba matriculado en 1562, obteniendo al año siguiente el grado de bachiller en Cánones. Seguidamente acudió junto a su tío Juan de Mogrovejo, catedrático de esa disciplina en la Universidad portuguesa de Coimbra, trabajando el sobrino al auxilio de su tío hasta 1566, fecha en la que fue nombrado don Juan canónigo doctoral de la Catedral salmantina.

En la ciudad castellana continuó Toribio estudiando leyes, aunque el grado de licenciado en Cánones lo recibió en Santiago de Compostela. Hasta allí había peregrinado en 1568. Regresó a Salamanca, con el interés de conseguir una de las dieciocho becas con las que se encontraba dotado el mencionado Colegio Mayor de San Salvador de Oviedo. Fue entonces cuando su madre, ya viuda, buscó otra procedencia a su hijo, pues los medios económicos de la familia no eran los más adecuados. Tomaba posesión de su beca el 3 de febrero de 1571, transcurriendo tres cursos con materias de doctorado en la Universidad salmantina. No llegó a ser doctor, pues fue nombrado de manera repentina inquisidor del tribunal de Granada. Ocupó poco tiempo este oficio, aunque tuvo que girar una visita a siete pueblos del antiguo reino, entre septiembre de 1575 y enero de 1576. Eran tierras conquistadas a los musulmanes dos siglos antes. El Consejo de la Suprema discrepó de algunas de las sentencias que el inquisidor Mogrovejo había dictado.

Con sólo 39 años, el 16 de marzo de 1579, Felipe II le nombraba arzobispo de Lima. Encontraba el monarca en este hombre los requisitos necesarios: "prelado de fácil cabalgar, no esquivo a la aventura misional, no menos misionero que gobernante, más jurista que teólogo y de pulso firme para el timón de nave difícil, a quien no faltase el espíritu combativo en aquella tierra de águilas". Mogrovejo recibió con desagrado esta promoción. No contaba ni siquiera con las órdenes menores y era inexperto en Indias. Sin embargo, Felipe II aceleró los trámites y tuvo que obedecer al Papa y al Rey. Su nueva sede episcopal, Lima, era la capital de una diócesis de mil kilómetros de largo, trescientos de ancho y tres mil de contorno, atravesada por los Andes. Además era la cabeza religiosa de casi toda América central y del sur. Antes de partir de Sanlúcar, en septiembre de 1580, pasó por Mayorga; recibió después el diaconado y el sacerdocio; fue consagrado como obispo en Sevilla y obtuvo la licencia de embarque de su Casa de Contratación. Se llevó consigo su biblioteca, la primera que pasó a Indias, además de aceite para encender las lámparas de los sagrarios. La travesía fue prolongada, por dos océanos —Atlántico y Pacífico—, continuando después por tierra. Nueve meses de viaje hasta el 11 de mayo de 1581.

Un concilio para la "nueva cristiandad de las Indias"

Como arzobispo metropolitano de buena parte del territorio de las Indias, Felipe II le encomendó al arzobispo Toribio de Mogrovejo la celebración del Concilio Provincial de Lima, desde el cual era menester aplicar las disposiciones del Concilio de Trento, clausurado años atrás. El prelado, tras acordarlo con el virrey, lo convocó para el 15 de agosto de 1582. Quería ser práctico y antes de disponer medidas, deseó conocer la realidad que tenía bajo su gobierno. De esta manera, desarrolló dos visitas pastorales previas. Los trabajos debían agilizarse tal y como había subrayado Felipe II, a pesar de que por entonces el monarca se encontraba muy ocupado en los asuntos de la anexión de Portugal. De esta manera, el III Concilio limense —que de esta manera lo conocemos— se convirtió en un hito fundamental para la evangelización de las Indias y determinante hasta las disposiciones de una nueva convocatoria, el Concilio Latinoamericano de 1899.

No obstante, la reunión se inició plagada de controversias. Mogrovejo tuvo que demostrar su carácter enérgico al enfrentarse con la indisciplina de algunos obispos sufragáneos. El ritmo de las sesiones se vio acelerado con la intervención del jesuita José de Acosta. Los frutos fueron abundantes, a pesar de que el clima exterior favorecía poco la concentración. Acosta, medinense de nacimiento, miembro de la Compañía de Jesús junto con sus cuatro hermanos, fue teólogo consultor, predicador oficial en las sesiones públicas y solemnes, expositor de los decretos que habían sido aprobados, encargado de redactar los catecismos conciliares y negociador de la aprobación de las conclusiones de la reunión ante las autoridades pontificias y civiles en Roma y Madrid.

En las disposiciones para la evangelización de los indígenas, se impuso la lengua aborigen en la predicación, recomendación que estaba presente desde las primeras leyes de Indias y que fue tan aplicada, especialmente, por los misioneros pertenecientes a las órdenes regulares.

Se publicó un catecismo en castellano, quechua y aymara, que fue el primer libro impreso en América del sur, empresa en la que estuvieron presentes otros vallisoletanos junto al arzobispo Mogrovejo. Se prohibió el mercado que los clérigos hacían de indios adoctrinados por ellos. Se admitió las órdenes sagradas para los indios y mestizos. Se decretó la fundación de seminarios en todas las diócesis, una recomendación muy tridentina por otra parte, comenzando por la metropolitana de Lima. Igualmente, mandó el establecimiento de escuelas parroquiales. Se organizaron visitas canónicas de los obispos o sus delegados al territorio de sus respectivas diócesis. No se olvidaron de la elaboración de un manual de confesores y un sermonario. En definitiva, era la aplicación de lo que la Iglesia romana estaba haciendo desde la Sede de Pedro para con otros territorios: la modernización de la catolicidad. Con todo, el Concilio se clausuró el 15 de diciembre de 1583.

Para disponer del texto definitivo era menester recibir la sanción de la Santa Sede —que llegó en octubre de 1588— y con la más tardía cédula real de Felipe II (1591), resultado de la política regalista de una Monarquía con la vida de la Iglesia. En aquella negociación volvió a intervenir el jesuita José de Acosta. En realidad, éste se valió de su mundo de contactos e influencias, existiendo una gran sintonía con el arzobispo Mogrovejo y el superior romano de la Compañía de Jesús, el napolitano Claudio Aquaviva. Frente a ellos, en la orilla opositora se encontraba el maestro Domingo de Almeida, representante del clero de Charcas. Éstos llegaron hasta Madrid y Roma en sus pretensiones y, como escribe León de Lopetegui de manera muy gráfica, "a ambos [al citado Almeida y a su compañero el doctor Francisco Estrada] les persiguió la sombra de Acosta en las dos capitales, como si sólo hubiera ido allí para desbaratar sus planes". En la propia carta que Mogrovejo enviaba al papa, reconocía la extraordinaria colaboración del propio Acosta, "cuya doctrina e integridad tiene muy aprobada toda esta provincia nuestra […] puesto que no solamente asistió a todas las cosas, sino que por experiencia y fe, digna de elogio en Cristo, produjo no pequeña utilidad a esta Iglesia". No hay mejor descripción de las negociaciones hábiles e inteligentes de Acosta en Roma para con la obra del arzobispo Mogrovejo y "su Concilio" que la realizada por sus opositores: "vino el teatino Acosta, de quien vuestra merced se temía, tan a buen tiempo para su pretensión, que pareció venir llamado con campanilla, pues no hizo, como dicen, sino llegar y besar y volverse".

La aventura de escribir un catecismo

Virreyes del Perú tan intervencionistas como Francisco de Toledo habían argumentado al propio Felipe II que era el momento de realizar un texto único catequético para la evangelización de los indígenas. El alto funcionario no "había descubierto el Mediterráneo" pues en esa línea estaban los recién llegados jesuitas y muy especialmente, el padre José de Acosta, el cual reflexionó sobre los trabajos que habrían de culminarse en aquellas tierras. Estas reflexiones sirvieron para llenar las páginas de su obra "De Procuranda Indorum salute", traducido por el mismo jesuita como "Predicación Evangélica en Indias". El Concilio limense, convocado por el arzobispo Mogrovejo, tenía claro que debía solucionar este problema. Se hablaba entonces de dos catecismos, el primero lo suficientemente didáctico cómo para que los indios pudiesen aprender sus pasajes de memoria; el segundo debía ser más elaborado y extenso, a modo de compendio. En todo ello se trabajaba en una "iniciativa de consenso", unificándose criterios. En el III Concilio limense, se tenía claro que este objetivo se habría de conseguir en equipo, tanto en su elaboración en castellano como en su traducción a las lenguas indígenas de quechua y aymara. En todo ello estarían jesuitas que, aunque estaban comenzando su labor de expansión en Perú, eran buenos amigos de Mogrovejo. El Concilio de Lima distinguió entre la composición y la traducción pues mientras lo primero debía ser responsabilidad de teólogos, lo segundo correspondía a los especialistas en lenguas —que en la Compañía eran los conocidos "jesuitas-lenguas"—.

Luis Resines, gran especialista en historia de la catequesis y sacerdote de nuestra diócesis, ha estudiado su contenido y ha destacado que a miles de kilómetros de su tierra se reunieron tres vallisoletanos —el arzobispo Toribio de Mogrovejo de Mayorga, José de Acosta de Medina y el también jesuita Juan de Atienza, de Valladolid— para hacer realidad un catecismo de acuerdo a las disposiciones del III Concilio limense. En el texto extenso existieron notables influencias del catecismo romano, lo que desde el proceso de centralización del gobierno de la Iglesia podría ser lógico, aunque carecía de efectividad pastoral para con los indios. Para estos últimos era de mayor utilidad el texto breve o mínimo, más en la línea de las exitosas obras vinculadas con Gaspar de Astete y Jerónimo Ripalda.

Un nuevo paso de la labor catequética del Concilio y del arzobispo mayorgano en el que iban a intervenir intensamente los jesuitas fue la impresión de esta obra, realizándose en el colegio de Lima, gobernado por el mencionado Juan de Atienza.

No se podía sacar de esta tierra la impresión del catecismo, pues los expertos y la adecuada corrección en las lenguas indígenas se encontraban aquí. No se hallaba autorizada todavía la imprenta en el Perú tras las revueltas producidas en tiempo de la conquista, aunque comenzaron los trabajos de impresión antes de que llegase la licencia de Felipe II. La maquinaria no procedía de Europa sino que se encontraba en Lima desde 1581, conducida hasta allí por el maestro turinés Antonio Ricardo, el cual había trabajado para los jesuitas en México. De esta manera, el catecismo fue el primer libro impreso en el Perú, alargándose los trabajos de elaboración hasta el verano de 1585: "ya bendito sea el Señor, está compuesto en efecto lo de la impresión, de que resulta gran bien a los indios de todo este Reino y a los ministros que les enseñan".

No se detuvo el arzobispo Mogrovejo, dentro de su labor legisladora y de gobierno para con su gran diócesis, en este Concilio pues convocó otros dos en Lima, además de los sínodos diocesanos, enfrentándose con ello a la Audiencia, a los virreyes y al propio monarca que lo había propuesto. Conflictos, por ejemplo, para la apertura del seminario en Lima, recibiendo las acusaciones del virrey e incluso de los eclesiásticos y cabildos, sin que faltase la cédula real con la cual zanjar el asunto. Conflictos que no faltaron desde un arzobispo perteneciente al clero secular con aquellos religiosos de las órdenes, auténtica elite y vanguardia de la evangelización. Éstos eran también defensores a ultranza de sus privilegios o de aquellos que pensaban que les habían sido concedidos. Uno de ellos era su exención con respecto a la autoridad del ordinario u obispo, sobre todo entre aquellos que desempeñaban papel de doctrineros y desarrollaban funciones parroquiales. Una controversia que se extendió en los siglos intensos de la evangelización: recordemos las posteriores de los jesuitas con el obispo Juan de Palafox en Puebla de los Ángeles, ya a mediados del siglo XVII.

 Por los difíciles caminos de la misión

Toribio Alfonso de Mogrovejo poseía una destacada vocación misionera. Por esta razón apenas estuvo en su sede limeña más tiempo del necesario. Esto, en los días en que se ponía mucho énfasis en la residencia de los prelados, motivó las quejas del virrey, del Consejo de Indias y de sus cabildos. Pero en sus ausencias, el arzobispo Mogrovejo no estaba en la Corte procurándose mercedes sino que en sus viajes, nunca de placer, se ocupaba de la celebración de los mencionados sínodos. Todo ello le facilitó un conocimiento primigenio de todo lo que gobernaba como arzobispo, viviendo las dificultades de caminar en aquel siglo, acentuadas por las características orográficas de la tierra que pisaba. De esta manera, pasaron por sus manos de pastor, a través del sacramento de la confirmación, muchos de los niños de su diócesis. Una de ellas se llamaba Isabel Flores Oliva, en el poblado de Quivi en 1597, con tan sólo once años. Según la tradición, a la cual se refiere la bula de canonización de esta niña, en aquel momento se produjo su cambio de nombre: "discutiendo la abuela y la madre —escribe el cardenal Saénz de Aguirre en el siglo XVII— cómo había de ser llamada, Toribio resolvió la discusión imponiéndola el nombre de Rosa, por el color rosado del rostro de la niña desde su nacimiento". Ella habría de ser santa Rosa de Lima, la terciara dominicana que se convirtió en el primer santo de América, patrona del Perú, del Nuevo y de Filipinas desde el mismo siglo de su santificación. Preside precisamente su templo en Mayorga esta escena, un grupo escultórico en el que el arzobispo, vestido de pontifical y sosteniendo su guión metropolitano, con su mano derecha traza la cruz del santo crisma sobre la frente de la niña, ya vestida con hábitos dominicanos.

El arzobispo Toribio murió "sobre las tablas", tras haber recorrido en su vida cuarenta mil kilómetros, trece mil de ellos a pie.

Asimismo, el arzobispo Mogrovejo favoreció el establecimiento de monasterios de monjas —la clausura en Indias es un tema historiográfico de gran interés— y de religiosos, así como de casas de divorciadas. Le preocupaba, muy especialmente, la organización de las doctrinas en tierras de misión y de la adecuada preparación de sus doctrineros. No pudo obviar la fundación de dos colegios mayores anejos a la Universidad de San Marcos de Lima, la única oficial en este territorio de las Indias junto con la de la ciudad de México. San Marcos se encontraba dotada de los mismos privilegios de las propias de Castilla como Salamanca o Valladolid. Era muy importante, sobre todo para combatir las dificultades de evangelizar a indios que no conocían el castellano —lo cual era considerado un "ardid" del demonio para impedir la extensión del nombre de Cristo— el establecimiento de una cátedra de lenguas autóctonas, obligando a todos los predicadores a pasar por esta formación. Gracias a la evangelización, se estudiaron y se dotaron de normas a muchas de las lenguas con las que se comunicaban los indios: lo que después fueron vocabularios, diccionarios y ortografías.

El arzobispo Toribio murió "sobre las tablas", tras haber recorrido en su vida cuarenta mil kilómetros, trece mil de ellos a pie. Había iniciado su tercera visita general en los primeros días del año 1605 tras haber realizado su última minuciosa a la Catedral donde inventarió sus bienes. Sus sesenta y seis años, sumados a los peligros y calamidades que suponía un viaje como éstos, le hicieron suponer que su vuelta resultaría complicada. Comenzó recorriendo provincias —según detalla uno de sus más grandes biógrafos modernos Vicente Rodríguez Valencia— como Chancay, Cajatambo, Santa, Trujillo, Lambayeque, escribiendo a España en dos ocasiones en aquel año. Por la Semana Santa de 1606 se encontraba en Trujillo, considerando que su visita debía proseguir para consagrar los santos óleos en la villa de Miraflores o en Saña. Su colaborador y acompañante, el catedrático de lenguas indígenas y sacerdote, Alonso de Huerta le advirtió de los peligros que entrañaban los calores de aquellas tierras. Un juicio que corroboró el vicario de Trujillo: "que no fuesen aquel tiempo a la dicha villa de Saña […] por ser tierra muy enferma y cálida y que morían de calenturas por el riguroso calor que entonces hacía". Cuando el prelado supo que podía contar para la ceremonia del Jueves Santo con el suficiente número de sacerdotes, emprendió el camino hacia Saña. Alonso de Huerta regresó a Lima, siendo auxiliado el arzobispo por su capellán Juan de Robles y los correspondientes criados. Desde el monasterio agustino de Guadalupe, Toribio de Mogrovejo se sintió enfermo, acelerando la visita para alcanzar Saña, adonde llegó el Martes Santo. Allí se alojó en la casa de un clérigo doctrinero, llamado Juan de Herrera y Sarmiento, muriendo en la tarde del Jueves de la Cena, 23 de marzo de 1606.

La luz del fuego en Mayorga de Campos

Aunque representé a vuestra Santidad los años pasados por mis cartas y por medio de mis embajadores las muchas y justas razones que hay para suplicarle se sirva favorecer el breve y buen despacho del proceso tocante a la canonización de don Toribio Alfonso Mogrovejo […] ahora con ocasión de haber llegado persona que desde aquellas partes va a esa corte [de Roma] a la solicitud, me ha traído muy particulares y ciertas noticias de los motivos con que el pueblo de ellas desean ver honrada la memoria de aquel singular varón con demostración correspondiente a lo que merecieron sus heroicas virtudes […[ que yo y mis súbditos de aquellas remotas partes recibamos el consuelo de verle acabado en el felice pontificado de vuestra Santidad". Con estas palabras se dirigía el rey Felipe IV en 1653 al papa Inocencio X solicitándole, como era costumbre, que considerase con celeridad la beatificación del que había sido "arzobispo de los reyes", como le gustaba firmar a Toribio de Mogrovejo, en referencia al modo de denominar a la ciudad de Lima. Finalmente, fue beatificado por Inocencio XI en 1679 y canonizado por Benedicto XIII en 1726, antes incluso que san Pedro Regalado. Recordemos cómo entonces Mayorga no pertenecía a la diócesis de Valladolid y no existía el actual concepto provincial.

Sin embargo, para entonces su villa natal ya había edificado una ermita en su honor, desde hacía cuatro años, sobre el solar de las casas en las que había nacido en 1538. Su festividad se celebra cada 27 de septiembre, siendo recordado por sus paisanos de Mayorga a través de la llamada procesión cívica de "El Vítor".

Era la Universidad de Salamanca la que otorgaba el "vítor" a sus doctores, como símbolo de victoria, trazándose en los muros de las casas y conventos donde éstos habitaban con letreros de colorado almagre. En ellos se expresaba el nombre y el motivo de victoria intelectual, un doctorado o una cátedra. Cuando el arzobispo, que no pudo obtener el grado de doctor en Salamanca, fue canonizado, la ciudad del Tormes organizó notables fiestas religiosas y profanas. Mayorga reclamó algunas reliquias de su cuerpo, siendo remitidas por el cabildo catedralicio de Lima, aunque aquel peroné tardó muchos años en alcanzar su horizonte de devoción. Los vecinos lo recibieron, en plena noche, con la luz del fuego ¿Fue el primer "vítor" aquel 1752? Los documentos no hablan de aquel hasta 1775, en un libro de Cuentas del archivo parroquial, aunque hasta el siglo XIX no se hablaba de la "función de la Santa Reliquia". Para entonces ya se habían fundado desde 1733 los congregantes de Santo Toribio.

Se trata de una de las fiestas del fuego en la vieja Castilla. Un acontecimiento señalado en el calendario con la distinción fiesta de Interés Turística Nacional desde 2003. El desfile es muy peculiar, con el "Vítor", estandarte o enseña en forma de cruz, fielmente custodiado por la familia de Ángel García Fierro. Los vecinos que participan en esta procesión, visten con ropas viejas y las cabezas cubiertas. Las antorchas son enormes varales o pértigas de los que penden los viejos pellejos utilizados para almacenar el vino, untados de brea, mezcla de sebo y aceite de pescado. El momento culminante será en la Plaza Mayor, donde junto al baile y la bebida no falta la veneración a santo Toribio y santa Rosa, en medio de fuegos de artificio y el canto del himno del santo. El punto final se alcanzará con el rezo de la Salve, en la ermita del Santo. Son altas horas de la madrugada.

En 2006, se celebró con gran brillantez el IV centenario de la muerte de este arzobispo de Lima, prestándole el entonces prelado vallisoletano, Braulio Rodríguez Plaza gran atención a través de un viaje hasta su cátedra, una carta pastoral subrayando su figura y el correspondiente jubileo. Es venerado en la capilla de la Conferencia Episcopal Española, tras la remodelación que se ha efectuado de este espacio entre agosto de 2010 y febrero de 2011, todo ello bajo la dirección del jesuita eslovaco Marko Ivan Rupnik. De esta manera, se resalta a santo Toribio en el marco de la santidad de los obispos españoles del segundo milenio, como patrono del episcopado latinoamericano, tal y como lo proclamó el papa Juan Pablo II en 1983. Permanece junto con otros dos prelados del siglo de oro español, ambos dos procedentes de la sede de Valencia: santo Tomás de Villanueva y san Juan de Ribera.

Se publicó inicialmente como artículos en la prensa local y en la web del arzobispado de Valladolid. En la presente edición se le añaden 62 notas muy precisas y actuales que le dan el sentido científico de la publicación académica pero sin renunciar al estilo ágil y popular con que nació.  www. Santo Toribio de de Mogrovejo (V). La luz del fuego en Mayorga de Campos – Archidiócesis de Valladolid (archivalladolid.org) Bienaventurados – Santos Vallisoletanos. Serie de Artículos de Javier Burrieza

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