SANTO TORIBIO DE MOGROVEJO, obispo (+1606). Justo y Rafael María López Melús El santo de cada día, Apostolado mariano, Sevilla, 1991, pp.169-170
Nunca se ponderará bastante la influencia del Evangelio en el "nacimiento" de América. Por eso, más que hablar de descubrimiento o conquista, nos gusta hablar de la evangelización de América. Pronto celebraremos el V centenario. Porque, junto a los capitanes y aventureros, iban siempre los evangelizadores, junto al héroe de la espada, el héroe de la cruz. Junto a Pizarro, fundador de Lima, Toribio de Mogrovejo, segundo arzobispo de Lima.
Santo Toribio había nacido en Mayorga, en el antiguo reino de León, de hidalga familia. Estudió en Salamanca y a los treinta años era ya inquisidor en Granada. Este título terrible, de tan amargos recuerdos, se convierte en sus manos en instrumento de amor, de piedad, de salvación.
Don Juan de Austria acababa de sofocar la insurrección de los moriscos. Los vencidos encuentran en el inquisidor un padre y protector, demasiado suave, según algunos, que le trata de encubridor y protector de la herejía. Las mismas acusaciones verterán contra él después en América. También allí será el protector de los indios, de todos los desvalidos.
A los cuarenta años fue propuesto por Felipe II para arzobispo de Lima y metropolitano del Perú. Todavía no había recibido las antiguas Órdenes Menores, era sólo tonsurado. Toribio se sintió abrumado. Al fin aceptó. La esperanza del martirio le ayudó a decidirse. No derramó su sangre de una vez, pero lo hizo gota a gota, como el más grande los misioneros americanos. Fue un gran misionero y un gran prelado. Según Justo Pérez de Urbel, resumió en su persona los rasgos de Carlos Borromeo y de Francisco Javier.
Se puso a cumplir sin tardanza las tareas que Trento trazó para los obispos: sínodos, misiones, erección de parroquias, reforma del clero, corrección de costumbres. Ataja las violencias, lanza severos castigos contra los culpables, y él, que era todo bondad, no duda en prodigar lo que se llamaba "el ladrillo de Roma", la excomunión, contra todo el que maltrataba a los indios, contra todo el que faltaba a su sagrada misión pastoral.
Dice Gheorghiu que el sacerdote tiene que tener "piernas de caballo",. Toribio las necesitaba. Su archidiócesis era tan grande como un reino. Distancias inmensas, montañas altísimas, pueblos perdidos en los Andes, ríos desconocidos…No importaba. Además de convocar en cuatro lustros quince sínodos y de reunir cuatro veces a los obispos de América meridional, el intrépido misionero, en dieciséis años, recorrió cuarenta mil kilómetros, llegó a la última aldea, sin caminos y con graves peligros.
Entraba en los míseros bohíos. Impresionaba a los indios su talla majestuosa y su noble ademán. Pero sobre todo se los atraía con su bondad. Les hablaba en quechua de Jesucristo, les agrupaba en torno a una iglesia y luego volvía para administrarles la Confirmación. Son incontables los que confirmó, entre ellos una niña que luego sería Santa Rosa de Lima.
Las correrías y peripecias de Toribio nos recuerdan las de San Pablo. Rodar por las rocas, perderse en los bosques, caer en los ríos, hundirse en los ventisqueros y en las lagunas. Más peligros había aún en los indios, tan tornadizos. Tuvo que sufrir injurias y rebeldías. Veinte veces pasó sereno entre el silbo de las flechas envenenadas. Pero nada le detenía. Si podía salvar un alma, iba hacia ella, aun con peligro claro de muerte.
El operario infatigable ya podía descansar. Murió el Jueves Santo de 1606, en pleno trabajo, pidiendo que le cantaran al arpa salmos: ¡Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la Casa del señor!"
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