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EL PADRE DE LA NACIONALIDAD PERUANA
Santo Toribio de Mogrovejo y la identidad católica del Perú
Martes 17 de abril de 2012
Al segundo Arzobispo de Lima, cuya festividad se celebra en el Perú el 27 de abril, la nación peruana y la América Española le deben el más precioso y esencial de sus dones, que es su identidad católica.
La extraordinaria obra evangelizadora de este gran santo es prácticamente desconocida, incluso en el propio Perú cuya indeleble esencia católica tanto contribuyó a forjar, por lo cual conviene dar aquí una breve semblanza de ella.
Noble de estirpe y de alma
Nacido en 1538, noble de estirpe (emparentado a la casa de los Condes de Benavente) como de espíritu, el joven Toribio realizó con provecho estudios de filosofía y derecho en Valladolid y Salamanca. Aunque era un simple laico hizo fama de gran virtud y sentido de justicia, lo que movió al rey Felipe II a aprobar su nombramiento, en vísperas de doctorarse, para el tribunal de la Inquisición de Granada en 1574, y a proponerlo cuatro años después a la Santa Sede para el cargo de Arzobispo de Lima. Contaba entonces 39 años.
Al asumir en 1580 su vastísima diócesis —que con sus obispados dependientes comprendía desde Nicaragua hasta Chile— su noble largueza de vistas y su fervor apostólico se manifestaron en la convocación de los memorables Concilios Limenses, los cuales, aplicando las directrices del Concilio de Trento (1545-1563), imprimieron a la evangelización de todo el continente sudamericano el espíritu regenerador de la Contrarreforma, que aquel gran Concilio había traducido en pautas de acción. Santo Toribio es, pues, un santo de la Contrarreforma, un santo contrarrevolucionario.
¡Un millón de bautizados y confirmados!
Su celo por la conversión de los naturales fue inagotable, y lo impulsó a ordenar y supervisar la elaboración de un Catecismo Trilingüe (español, quechua y aymara) con múltiples ediciones, así como a recorrer varias veces, a pie o a lomo de mula, el territorio de su inmensa y abrupta diócesis que cubría prácticamente todo el Perú. Según refiere su fiel servidor y compañero de fatigas apostólicas Sancho Dávila, en tales viajes Santo Toribio"donde veía un indio, aunque fuera en un huaico que estuviese una y dos leguas cuesta abajo, bajaba a verlo y a saber si estaba bautizado y confirmado". El propio santo refirió en carta al Papa Clemente VIII que en los primeros veinte años de su ministerio había bautizado y confirmado de su mano, nada menos que ¡600 mil aborígenes! Y el dominico P. Gabriel de Zárate afirmó en los procesos canónicos que el número de sus confirmados excedía de un millón. En ciertos días le tocaba confirmar tres o cuatro mil catecúmenos, permaneciendo en la iglesia desde muy temprano hasta entrada la tarde sin probar bocado. Para predicarles no dudó en penetrar en lugares tan remotos como Huamachuco en los remotos Andes del Norte, Chachapoyas en el piedemonte ecuatorial, las selvas de Huancabamba o las orillas del río Marañón.
Defensor de los derechos de la Iglesia
Si de un lado tuvo una tierna y filial devoción a la Santísima Virgen, plasmada en las admirables letanías que hizo difundir, de otro lado fue firme y enérgico defensor de los derechos de la Iglesia frente al poder temporal, cuyas intrigas e interferencias abusivas tuvo que enfrentar en varias ocasiones; por ejemplo, a propósito del Seminario que había fundado y establecido en Lima, en una casa por él mismo adquirida. Apenas inaugurado, el Virrey Hurtado de Mendoza, alegando que no correspondía colocar el escudo de armas arzobispal de piedra que el local ostentaba, lo hizo destruir. Santo Toribio entonces clausuró la casa y presentó queja formal a la Audiencia. Tras varias vicisitudes, que incluyeron nuevas amenazas del susceptible Virrey y exigieron al Santo Arzobispo un constante equilibrio entre fuerza, prudencia y mansedumbre, una decisión del Rey le dio finalmente plena razón.
Inagotable caridad con los pobres
Su caridad extrema fue proverbial. "Socorría las necesidades de los pobres, en especial de los indios..., gastando en esto todas sus rentas", refiere Sancho Dávila. Y todos los jueves del año "daba a los indios de comer, sentándolos a la mesa con toda la humildad del mundo y luego después de comer les lavaba los pies y se los besaba y los vestía después". Daba asimismo "muchas limosnas que hacía con secreto a gente principal, necesitada" —los llamados pobres vergonzantes—, así como para dotar a hospitales y conventos. Incluso cuando el P. Pedro de Escobar, fundador de un hospital para clérigos le solicitó ayuda, "no hallándose con dinero, le dio una mula, la mejor que había en todo este Reino, y se quedó a pie".
Milagrosa reanimación
Como el buen pastor que va en busca de sus ovejas perdidas, se aventuró incluso en tierras de indios infieles como los motilones de Moyobamba. Le tocó hacerlo "a pie, por caminos que parece suben a las nubes y bajan al profundo, de muchas losas, ciénagas y montañas" —como él mismo refiere en una carta a Felipe II. Estando precisamente en un caserío amazónico a 30 leguas de Moyobamba, su fatiga y constantes ayunos le ocasionaron un colapso, y cayó exánime en tierra. Dado por muerto fue llevado por los indios en angarillas hasta otro poblado donde estaba su sirviente, a quien "dijeron en su lengua 'manquan', que quiere decir en la castellana ya murió" porque el cuerpo estaba frío. El fiel servidor, inspirado por la gracia, atinó a acercarle calor y hacerle unas fricciones en el corazón, hasta que de repente los signos vitales reaparecieron y "vino a tomar color y hablar... con tanta alegría como si no hubiera pasado nada", lo que fue considerado por todos como milagroso y contribuyó a que aquellos indios fuesen atraídos a la luz de la Fe.
Santa muerte, umbral de gloria
Talis vita, finis ita —"Así fue la vida, así es el fin" dice el proverbio latino. Se muere como se vivió. Y Dios dispuso dar a este fidelísimo siervo el premio eterno, precisamente cuando estaba entre sus amados indios en los pueblos del actual Lambayeque. Comenzó a sentirse enfermo, y llegado en marzo de 1606 a Zaña se agravó considerablemente. Sabiendo que le llegaba el fin, sereno y alegre pidió que lo llevasen a la iglesia próxima donde recibió el Santo Viático. De regreso le fue administrada la Extremaunción, que recibió repitiendo las oraciones de la Iglesia para la circunstancia e indicando él mismo al sacerdote los textos que debía leer. Pidió después al prior de los Agustinos, buen tañedor de arpa, que tocase su instrumento para acompañar el rezo del Credo y del Salmo In te Domine Speravi ("En ti Señor esperé"). Y a un monje que no podía contener las lágrimas le dijo: No me lloréis buen hermano, no lloréis por mi partida, tañed el arpa y cantad que siento que Dios se acerca, que siento que Dios me mira... que me llama y es mi dicha.
Momentos después, precisamente mientras recitaba el versículo "En tus manos encomiendo mi espíritu", se apagó suavemente. Era un Jueves Santo, 23 de marzo, poco después de las tres de la tarde.
Santo Toribio puede ser considerado a justo título un padre de la nacionalidad peruana. Más que a cualquier otro es a él que la patria debe su unidad religiosa, fundamento de nuestra identidad nacional. El intrépido apostolado emprendido por él y por toda la pléyade de religiosos a los que su ejemplo inspiró, desterró el brutal paganismo que campeaba entre los aborígenes de toda Sudamérica española, y consumó una hazaña misionera inigualada, cuyo resultado el Papa Juan Pablo II resumió en estos términos:"Mientras que la mayoría de los pueblos vino a conocer a Cristo y el Evangelio después de siglos de su historia, las naciones del continente iberoamericano... nacieron cristianas" [1].
En momentos en que la Nación peruana es barrida por una furiosa tempestad neopagana —la revolución cultural post comunista, dirigida a esparcir el caos moral y hacernos perder nuestra identidad católica— Santo Toribio emerge como el más digno intercesor ante Dios para coartar ese proceso funesto y emprender bajo su patrocinio la vigorosa reconquista espiritual católica de nuestra Nación.
[1] Homilía en la Misa en Salvador, Bahía (Brasil), Pronunciamientos del Papa en Brasil, Editora Loyola, S. Paulo, 1982, p. 192.
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