martes, septiembre 26, 2017

LA FE EXPLICITA NECESARIA PARA LA SALVACION EN LA TEOLOGIA DEL PADRE JOSE DE ACOSTA. P. Francisco José Delgado

Amigos:
Les comparto texto publicado en el blog
http://infocatolica.com/blog/duropedernal.php/1709260214-la-necesidad-de-la-fe-en-cris
de Francisco José Delgado, y que el pasado 14 de septiembre leyó en la
brillante sustentación de su tesina de licenciatura en teología
dogmática en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima. El
trabajo fue dirigido por el Dr. Gustavo Sánchez Rojas. Tuve el honor
de formar parte del jurado.
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La necesidad de la fe explícita en Cristo para la salvación en el P.
José de Acosta, S.I.

Vida y obras del P. Acosta

El P. José de Acosta es uno de esos jesuitas del s. XVI de los que
sorprende considerar el alcance de las empresas llevadas a cabo en su
vida, en comparación con los pocos años dedica­dos a las mismas.
Nacido en 1540, recibió la ordenación sacerdotal a los 27 años, y fue
enviado al virreinato del Perú a media­dos de 1571. Durante los
escasos treinta años que le restarían a su vida pastoral hasta su
muerte, acaecida en el 1600, dejó una huella imborrable en la
evangelización de América. Hay que tener en cuenta que en la última
década tuvo una actividad muy limitada, debido a las consecuencias
personales que le supuso su participación en la controver­sia entre
los memorialistas y el General Aquaviva. Siendo el segundo Provincial
de la Compañía de Jesús en el Perú, tuvo que organizar la Primera
Congregación Provincial, que marcaría las líneas de toda la futura
pastoral americana de la nueva Orden, fundada por San Ignacio de
Loyola pocas décadas antes. Fue decisivo para el inicio de la doctrina
de Juli, que sería el patrón que seguirían posteriormente las famosas
reducciones jesuitas en América. Después, en el III Concilio Limense
(1582-1583), fue la mano derecha de Santo Toribio de Mogrovejo, que lo
puso al frente de los teólogos y como secretario de la que fue la más
importante asamblea pastoral de la Iglesia en América. En sus decretos
se pueden rastrear con facilidad las intuiciones pastorales y las
certezas teológicas de Acosta, que se plasmaron posteriormente en los
importantes documentos misionales emanados del Concilio, que pueden
considerarse de la autoría de nuestro teólogo, en cuanto director de
las comisiones de redactores y traductores. Fue eficaz defensor de los
decretos del Concilio ante el Rey y el Romano Pontífice, contra las
fuertes oposiciones que surgieron de distintos sectores, logrando
finalmente su aprobación y publicación. Mientras tanto, nunca cesó en
su actividad de docencia y predicación, que le ganaron gran fama entre
sus coetáneos. Y, como fruto de sus viajes y conocimiento del mundo
ameri­cano, pudo publicar una Historia Natural y Moral de las Indias
(1590) que, además de inaugurar un nuevo género literario, fue
fundamental, y lo es aún hoy, para el conocimiento de la historia y
costumbres de los pueblos americanos.

Queremos poner la atención en la que puede considerarse su obra más
impor­tante y que, habiendo sido redactada al inicio de su labor
pastoral (1576), marcó las líneas de todas sus actuaciones futuras.
Nos referimos a su manual misionológico — uno de los primeros en su
género en la modernidad — titulado De procuranda indorum salute. Es un
alegato decidido sobre la importancia de procurar ante todo la
salvación de los indios americanos, como objetivo fundamental de la
labor de la Igle­sia en América. Examina críticamente el trabajo hecho
hasta el momento, con sus luces y sombras, sin temer entrar en los
asuntos más espinosos, como el de los títulos que justifican la
conquista. En muchos de estos temas sigue la estela de los grandes
maestros de la Escuela de Salamanca, especialmente de Francisco de
Vitoria, O.P. Pero en un capítulo decisivo de su libro, que es el que
nos interesa hoy, no duda en enfrentarse a él y a sus discípulos en un
tema que llegaría a constituir una «cuestión celebérrima» — así la
llamó Domingo de Soto, O.P. -— en la escolástica de ese siglo y del
siguiente. Se trata de la cuestión de la necesidad de la fe explícita
en Cristo para la Salvación.

Doctrina de Santo Tomás sobre la necesidad de la fe

Aclaremos algunos conceptos antes de entrar en la exposición de la
argumenta­ción de Acosta. Que el acto de fe sobrenatural es necesario
para la justifica­ción del adulto es algo sostenido unánimemente por
la Tradición de la Iglesia, desde la Sagrada Escritura y los Santos
Padres, y definido por el Concilio de Trento. La sentencia bíblica
fundamen­tal es aquella tomada de la Carta a los Hebreos en la que se
lee que «[a Dios] sin fe es imposible complacerlo, pues el que se
acerca a Dios debe creer que existe y que recompensa a quienes lo
buscan» (Heb 11,6). San Agustín insistía en que todos los considerados
justos incluso antes de la Encarnación habían tenido fe en Cristo. La
manera como esto puede ser posible es explicada por Santo Tomás de
Aquino, que distingue entre fe implícita y fe explí­cita. Dice Santo
Tomás que se puede tener fe sobrenatural implícita en proposiciones
que están contenidas en otras en las que se cree explícitamente (cf.
De ver., q. 14, a. 11). Así, el que cree en Dios y en que es
remunerador, creerá implícitamente en artículos de la fe que se
encuentran contenidos en estos dos fundamentales, como la Trinidad o
la Encarnación de Cristo (cf. STh II-II, q. 1, a. 7). Ahora bien,
aunque se puede conocer por medios naturales que Dios existe, e
incluso que es justo y remunerador, para la justificación no basta un
conocimiento por la razón (cf. STh I-II q. 113, a. 4), sino que es
necesario un conocimiento de fe sobrenatural que, según el mismo
Doctor Angélico, tiene por causa a Dios tanto en el asentimiento como
en la propuesta del contenido a creer, recibido de forma inmediata o
mediante un predi­cador (cf. STh II-II, q. 6, a. 1).

Cuando Santo Tomás se pregunta cuáles son los contenidos mínimos
necesarios para el acto de fe que forma parte de la justificación,
responde que varían en función de las épocas. Antes de la predicación
del Evangelio, los mayores en el pueblo de Dios eran justificados por
el conocimiento, no sólo de los dos principales artículos de la fe,
sino también por el de la Encarnación de Cristo y de la Trinidad,
contenidos en las profecías y sacrificios del Antiguo Testamento. A
los menores en el Pueblo de Dios, en cambio, les bastaba con creer
explícitamente en esos dos principales artículos de la fe, en Dios
Remunerador, creyendo implícita­mente en la fe de sus mayores. Dice el
Angélico que los paganos antes de la Encarnación debían ser
considerados menores, por lo que a todos les bastaba con la fe
implícita (cf. De ver., q. 14, a. 11; cf. In III Sent., d. 25, q. 2,
a. 2, qc. 2).

Sin embargo, Santo Tomás afirma que en el momento presente todos están
obli­gados a tener fe explícita en Cristo para recibir la
justificación (cf. STh II-II, q. 2, a. 7). Surge entonces la objeción
lógica, traída de la universalidad del designio salvífico divino,
aquél por el que «[Dios] quiere que todos los hombres se salven y
lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tim 2,4), de cómo llegarán a
creer en Cristo aquellos a los que eventual­mente no pueda llegar la
predicación evangélica. La respuesta es clara

Si alguien [criado en la selva o entre animales salvajes] siguiera la
conducción de la razón natural en el apetito del bien y la huida del
mal, ha de mantenerse, de modo certí­simo, que Dios o bien le
revelaría por una inspiración interna las cosas que son nece­sarias
para creer, o bien dispondría para él un predicador de la fe, así como
envió a Pedro hasta Cornelio (De ver. q. 14, a. 11).

Así las cosas, al final de la Edad Media, la tradición cristiana
sostenía sin fisuras la necesidad del conocimiento de Cristo para la
salvación, manteniendo, en los casos — que entonces se creían raros —
de paganos ignorantes inculpablemente del Evangelio, la posibilidad de
una revelación providen­cial de los contenidos funda­men­tales de la
fe, de acuerdo con el principio teológico que se va estableciendo de
que al que hace todo lo que está en su mano, Dios no le niega la
gracia de la salvación (facienti quod est in se, Deus non denegat
gratiam).

La Primera Escuela de Salamanca

La situación cambia, sin embargo, cuando el mundo cristiano toma
concien­cia de la existencia, en las Indias occidentales, de grandes
masas de paganos que no han podido tener acceso a la predi­cación
evangélica durante casi 1.500 años. Este hecho, unido a una
reapreciación de las virtudes paganas en el marco del huma­nismo
europeo, lleva a que Francisco de Vitoria plantee, en una
controvertida relección teológica, la posibilidad de que un pagano del
nuevo mundo hubiera reci­bido la justificación sin la fe sobrenatural.
Se sirve de una oscura cuestión teológica planteada por Santo Tomás
respecto de la imposibilidad de que coexistan el pecado original con
el mero pecado venial. Dice Santo Tomás que, si un niño no bautizado
llega al uso de razón y se ordena a su fin debido, recibirá el perdón
del pecado original o, de lo contrario, pecará mortal­mente (cf. STh
I-II, q. 89, a. 6). Vitoria planteará su hipótesis tratando de abrir
una rendija en el muro impenetrable de la necesidad de la fe en Cristo
para la salvación, pensando que, de otra forma, todos los indios
americanos habrían ido irremediablemente al infierno. Pero esta
convicción de Vitoria está basada en un prejuicio de su tiempo, no
compartido por Santo Tomás, de que la única forma de recibir el
conocimiento de Cristo es a través de un predicador humano. En ese
caso, para salvar la universalidad real del designio divino de
salvación, era necesario mantener una vía salvífica abierta, aunque
fuera para casos enormemente escasos, habida cuenta de que hacía
depender la salvación de una altura moral que difícilmente se
encon­traba en las culturas indí­ge­nas, repletas de costumbres
contra­rias a la ley natural.

Vitoria, además de plantear esta hipó­tesis, será el primero que
distinga entre dos niveles distintos de fe necesarios para la que se
iría estableciendo como «doble salud», es decir, uno para la
justificación y otro para la bienaventuranza o salvación final. Para
él, aunque fuera posible, en casos muy raros, que un niño alcanzara la
justificación sin la fe, para la consecución de la bienaventuranza
final permanecía la necesidad del conocimiento explícito de Cristo. En
definitiva, lo que hacía era aplazar para la segunda salud, la de la
gloria, la aplicación del principio facienti quod est in se…, por el
que Dios procuraría que ese hombre, ya justificado, recibiera la fe
sobrenatural en Cristo para poder salvarse.

Domingo de Soto, que compartió al inicio la opinión de su maestro,
tuvo que rectificarse, al considerar, como era en verdad, que las
definiciones del Concilio de Trento habían establecido la fe
sobre­natural como necesaria para la justifi­ca­ción del adulto.
Melchor Cano, O.P., que se disputaba con Soto ser el principal
discípulo de Vitoria, nunca estuvo convencido de la teoría de su
maestro. Alejándose de la interpretación de Caye­tano de la cuestión
del niño que llega al uso de razón, en la que se basaba Vitoria, y
recuperando la verdadera posición tomista de Capreolo, defendió la
necesidad de un auxilio en la inteligencia que acompañara la
conversión moral, haciendo necesaria así la fe sobrenatural. Sin
embargo, tanto Cano como Soto mantuvieron el prejuicio de su maestro
de que el conocimiento de Cristo había de ser recibido siempre por la
predicación ordinaria, considerando mila­grosa cualquier otra
mediación y, por lo tanto, no exigible. De ahí que desarrollaran un
concepto de fe que intentaba hacer pasar del conocimiento natural de
Dios a una fe sobrenatural implícita que, según ellos, resultaría
suficiente para la justifica­ción de los que inculpablemente ignoraran
el Evangelio. La diferencia entre Cano y Soto estribaba, sobre todo,
en que mientras que Cano seguía considerando necesaria la fe explícita
en Cristo para la consecución de la gloria, Soto adoptaba la postura
más sensata de unificar la exigen­cia de fe, solo que, en lugar de
pedir la fe explícita en Cristo para ambas saludes, como habría dicho
Santo Tomás, conside­raba suficiente la fe implícita para ambos
momentos.

La respuesta del P. José de Acosta

José de Acosta, en el libro V de su De procuranda indorum salute, se
enfrenta con estas propuestas que tratan de limitar la exigencia de la
fe explícita en Cristo. Lo hace con decisión, incluso cuando el medio
que emplea — el de un libro más bien práctico sobre las cuestiones de
la evange­lización — no parece el más ade­cua­do para entrar en una
polémica que ha tenido como marco las aulas de las más prestigio­sas
instituciones académicas de su tiempo.

¿Qué hace que Acosta se sienta capa­citado para desarrollar un debate
de igual a igual con teólogos de la talla de Vitoria, Soto y Cano? Lo
explica él mismo, en otro lugar de su obra:

Sucede con frecuencia que, como los médicos, aun los mejores
especialistas, si son consultados en ausencia del enfermo, mientras no
tengan un conocimiento sufi­ciente de las causas de la enfermedad y de
las condiciones del enfermo, se engañan gravemente y engañan a otros,
así también nuestros teólogos de España, por muy célebres e ilustres
que sean, caen, sin embargo, en no pocos errores cuando dictaminan
sobre asuntos de las Indias. Pero los que las tienen cerca, las ven
con sus propios ojos y palpan con sus manos; aunque ellos sean
teólogos menos famo­sos, sin embargo, razonan con mucha más lógica y
más acertadamente (De procuranda indorum salute, lib. IV, cap. XI).

Sorprendentemente, Acosta desarro­llará una encendida defensa de las
tesis de Santo Tomás frente a los teólogos domini­cos que, en este
punto, se aparta­ban de la enseñanza del Angélico. En primer lugar, no
teme calificar de herética la teoría de la salvación sin la fe
sobrena­tural, que habían defendido Vitoria y el primer Soto. Lo hace
con la seguridad de tener a su lado el Magisterio del Concilio de
Trento. Tampoco es válida la teoría de una fe que «sobrenaturaliza» un
conoci­miento meramente natural. Como enseña Santo Tomás, Dios es
causa de la fe, no sólo en cuanto al asentimiento sino también en
cuanto a lo que se cree. Acosta lo pone de esta forma:

La fe infusa es, por tanto, necesaria no para que crea el hombre, sino
para que crea algo. Es decir, no tanto por el acto de fe, cuanto por
su objeto (Ibid., lib. V, cap. III).

Acosta niega que sea suficiente la fe implícita para la
bienaventuranza, gloria o segunda salud a la que se referían los
salmantinos. Dice:

Yo no salgo de mi asombro con lo que se les ha ocurrido a unos cuantos
maestros de la Escolástica de nuestros días, hombres por otra parte de
gran autoridad. Afirman rotundamente que incluso en nuestra época,
cuando hace tanto tiempo que Cristo está revelado, pueden algunos
conseguir la salvación eterna sin conocer a Cristo (Ibid., lib. V,
cap. III).

Responde, de acuerdo con el método teológico empleado por los mismos
salmantinos, acudiendo a los lugares de la teología. Desde los
escritos de San Pablo demuestra la necesidad del conocimiento de
Cristo. Y ante el argumento de la aparente injusticia de que un pagano
bien dispuesto sea condenado por la falta de fe, responde citando a
Santo Tomás y a San Agustín, que manifiestan la convicción en que Dios
providencialmente hará llegar la revelación a aquellos que hagan lo
que está en su mano. Los dos santos autores ponían en sus textos
ejemplos de la Escri­tura en los que se dan estas revelaciones, bien
en el caso de Job, en el Antiguo Testa­men­to, o en el caso de
Cornelio o los macedonios en el Nuevo. Con algunos argumentos más,
parece dejar clara su postura, que se sitúa en la línea de la
enseñanza tradicional de la Iglesia al respecto.

Por último, debe ocuparse de la cuestión más difícil, que es la
defendida unánimemente por los teólogos de Sala­manca: la de la
suficiencia de la fe implícita para la justificación. Dice Acosta que

No solamente la salvación definitiva, sino que ni siquiera la primera
justificación, opino que puede el hombre obtenerla sin el conocimiento
del Evangelio, después de haber sido promulgado éste al mundo (Ibid.,
lib. V, cap. III).

La tesis contraria ya no es rechazada de forma tan decidida, pero
sigue siendo conside­rada falsa. Aparecen aquí dos cuestiones: la de
la fe de Cornelio antes de recibir el anuncio de Pedro y la del
momento de la promulgación del Evangelio. En ambas cuestiones, Acosta
puede citar a su favor numerosos testimonios de los Santos Padres y
del Magisterio, demostrando la debilidad de la tesis contraria.

Llegados a este punto, se podría consi­derar que Acosta pretende negar
la salvación de los indios antes de la llegada de los predicadores
cristianos. Pero la intención del capítulo es exactamente la
contraria, y lo manifiesta con convicción:

Y ¿qué haremos con los infinitos miles de hombres que ni han oído el
Evangelio ni han podido oírlo? ¿Juzgaremos, acaso, que ninguno de
ellos puede salvarse? ¡De ninguna manera! (Ibid., lib. V, cap. III).

Es aquí donde Acosta negará el prejuicio de los salmantinos contra las
intervenciones providenciales destinadas a revelar la fe en Cristo a
los paganos bien dispuestos. Estas intervenciones son defendidas por
Santo Tomás como algo no solamente posible, sino ya acontecido en la
antigüedad, incluso antes de la Encarnación (cf. STh II-II, q. 2, a.
7). El caso más típico al que suele aludir es el de Balaam, profeta
pagano que profetiza sobre Cristo por revelación sobrenatural (cf. Núm
22-24). El argumento definitivo que presenta Acosta, haciendo
referencia al caso del niño que llega al uso de razón, es el
siguiente:

¿Se ha de señalar alguna regla fija de fe? ¿Hay que tener, al menos,
una idea clara de la majestad y providencia de Dios? Entonces, de la
misma fuente de la que el niño puede aprender eso, sin estar
impreg­nado nuevamente de ninguna doctrina ni obrar guiado por ninguna
experiencia propia, de la misma fuente aprenderá también fácilmente el
misterio de Cristo. Ambas cosas le han de ser enseñadas por cauces
humanos o por vía divina (Ibid., lib. V, cap. III).

Valoración de la respuesta del P. Acosta
La respuesta de Acosta dentro de este debate ha sido generalmente
ignorada, a pesar de constituir un testimonio valioso, por provenir de
uno de los pocos teólogos que ha estado en contacto directo con
aquellos indios, a quienes los que negaban la necesidad de la fe
explícita en Cristo trataban de asegurar la salvación. En la tradición
tomista ha quedado como opción más habitual, aunque no unánime, la de
admitir la suficiencia de la fe implícita para los casos de ignorancia
invencible. Fuera de la tradición tomista se han llegado a plantear
teorías que hacían bastar únicamente el deseo de la fe, en clara
contraposición con el dogma católico. En nuestra opinión, la tesis de
Acosta tiene algunas ventajas que la harían merecedora de ser
reconsiderada en la especulación teológica actual:

■Continuidad con la doctrina de los Santos Padres. Como se ha
mencionado, antes del s. XVI la tradición de la Iglesia es
prácticamente unánime en la exigencia de la fe explícita en Cristo
para la salvación.
■Valoración de las vías extraordinarias de Revelación. En el contexto
del s. XVI, la oposición radical hacia las religiones paganas,
consideradas supersticiones y obras del demonio, hace muy difícil que
los teólogos consideren la posibilidad de que Dios dé auténticas
revelaciones sobre­naturales en el marco de dichas religiones. Sin
embargo, esta posibilidad es explícita­mente reconocida por Santo
Tomás, en la aplicación de la sentencia, recogida del Pseudo-Ambrosio,
de que «la verdad, la diga quién la diga, viene del Espíritu Santo»
(cf. STh II-II, q. 172, a. 6). En el marco del conflicto actual con la
teología del pluralismo religioso, esta hipótesis podría ayudar a
encontrar la posibilidad de que haya elementos provi­dencialmente
salvíficos en las religiones naturales, sin necesidad de que tales
reli­giones sean consideradas en sí mismas salvíficas, como niega la
doctrina católica.
■Resalta la disposición, por obra de la gracia, del evangelizado. La
aplicación del principio facienti quod est in se…, llevaría a afirmar
que muchas de las empresas evan­gelizadoras, en particular cuando han
sido especialmente guiadas por la Providencia, pueden ser respuesta
ante la disposición de los paganos a ser evangelizados. Se resaltaría
así el aspecto activo del evange­lizado frente a una actitud más
pasiva en el caso de la suficiencia de la fe implícita.
■Refuerza la urgencia de la misión ad gentes. Acosta temía que la
aceptación de la suficiencia de la fe implícita para la salvación
hiciera menos intenso el impulso misionero. Creo que hay que reconocer
que tenía razón, pues el «optimismo salví­fico» que hemos visto en las
últimas décadas ha ido acompañado de esa dismi­nución en la intensidad
de la misión ad gentes. Desde luego, hay que reconocer que el mandato
misionero de Cristo es el que funda la naturaleza evangelizadora de la
Iglesia (LG n. 17), pero no se puede negar que lo que ha movido a los
más grandes misione­ros, como San Francisco Javier, a dar la vida en
la misión, ha sido el deseo de salvar almas, necesitadas del
conocimiento de Cristo para alcanzar la bienaventuranza. Creemos que
valorar la postura de Acosta, ahora que ya su figura no queda afectada
por las controversias políticas de su tiempo, podría ayudar a mantener
un sano equilibrio entre el «optimismo salvífico» (Rahner), acorde a
la mentalidad del momento presente, y la responsabilidad del hombre
ante la oferta salvífica que Dios manifiesta a los pueblos por medio
del anuncio de Cristo.

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