El Tercer concilio de Lima
La importancia de la Iglesia Católica en nuestra historia es innegable, al punto de constituir uno de los elementos fundamentales de nuestra identidad nacional. Así lo ha sido a lo largo de casi toda nuestra historia, pero sobre todo en la época virreinal, donde la religión ocupaba la mayoría de los espacios de la vida cotidiana, y cuando la distinción entre el poder político y el eclesiástico era bastante difusa. Durante esos años, el rey y sus representantes ejercían también su autoridad sobre el clero, debido a los privilegios que le confería el patronato regio. Por otro lado, la labor de la Iglesia Católica no solo tenía una dimensión religiosa, sino también abarcaba aspectos jurídicos y políticos que hoy corresponden al ámbito civil.
La evangelización del territorio americano implicó un gran desafío, e hizo necesaria la adecuación del trabajo pastoral a las nuevas realidades, además de la corrección de ciertos abusos que se venían dando. Uno de los principales instrumentos para la reforma del clero local fue la celebración de los concilios provinciales, que reunían a los obispos de cada una de las provincias eclesiásticas y que fueron impulsados por el Concilio de Trento, que mandó que todos los decretos emanados de estos concilios sean remitidos a Roma para ser examinados y aprobados. Además, y como consecuencia del real patronato, el rey de España también debía manifestar su aprobación a dichos acuerdos.
El primer concilio provincial de Lima fue convocado y presidido por el dominico Jerónimo de Loayza (1498-1575), primer arzobispo de Lima, y se realizó entre 1551 y 1552. Fue también bajo la dirección de Loayza, que se llevó a cabo el segundo concilio (1567-1568); mientras que los tercer (1582-1583), cuarto (1591) y quinto (1601) concilios provinciales de Lima estuvieron a cargo de su sucesor, Toribio Alfonso de Mogrovejo (1538-1606). El sexto concilio limense (1772), último celebrado en el periodo virreinal, fue convocado por el arzobispo Diego de Parada (1698 -1779).
Historiadores como Domingo Angulo y Rubén Vargas Ugarte han estudiado estos concilios provinciales, pero el que ha concitado más interés por parte de los estudiosos, dada su mayor importancia, ha sido el tercer concilio limense, el primero de los convocados por el arzobispo Toribio de Mogrovejo, quien fuera canonizado en 1726. Dicho concilio es conocido por haber sentado las bases sobre cómo debía llevarse a cabo la evangelización de los pueblos indígenas, además de establecer los textos (catecismos y demás instrumentos pastorales) que debía utilizar el clero para tal labor. Además, incorporó las constituciones del segundo concilio que no habían sido aprobadas oficialmente. Su trascendencia es pues enorme, lo que explica la cantidad de estudios que se le han dedicado y las diversas ediciones de sus actas. Es además un ejemplo de la labor organizativa de Santo Toribio, una de las figuras más representativas de nuestra Iglesia, cuyo trabajo pastoral no puede dejar de ser encomiado.
La historia del tercer concilio limense comenzó con la llegada a Lima en mayo de 1581 de Martín Enríquez de Almansa, que sustituyó al virrey Toledo, y de Toribio de Mogrovejo, que reemplazó al fallecido arzobispo Loayza. El nuevo arzobispo vino con instrucciones del rey Felipe II de celebrar, en coordinación con el nuevo virrey, un concilio, por lo que procedió a convocarlo mediante edicto del 15 de agosto de 1581 para la misma fecha del año siguiente. Una vez iniciado, las sesiones del concilio se desarrollaron en medio de desavenencias entre una facción que apoyaba a Mogrovejo y otra opositora que fue tomando más fuerza. Aun así, el evento continuó desarrollándose hasta su clausura en octubre de 1583. Sin embargo, los cabildos eclesiásticos apelaron ante la Audiencia y consiguieron que se dejen en suspenso los acuerdos a los que se habían llegado.
Ante las apelaciones que se fueron presentando, tanto en Madrid como en Roma, el arzobispo Mogrovejo comisionó al jesuita José de Acosta (1540-1600), quien había tenido una destacada participación como teólogo en el concilio y que viajaba a Europa, a que tramitara la confirmación apostólica y real de los acuerdos. Acosta llegó a Roma y consiguió la aprobación de la Sagrada Congregación del Concilio, con algunas modificaciones; y luego se trasladó a España donde también gestionó y logró la aprobación civil, así como la publicación en Madrid de las dos primeras ediciones de los decretos.
Entre las disposiciones aprobadas se encuentra la de enseñar a los indios en su lengua, la manera cómo se deben realizar las procesiones, la observancia de los decretos del Concilio Tridentino, el rechazo a la simonía (negociar con las cosas espirituales), la prohibición de pedir una contraprestación a los indios por la administración de los sacramentos, la obligación de proveer párrocos a los indios, la necesidad de escuelas para los niños indios, la manera en que deben comportarse los obispos, la protección y cuidado de los indios, la prohibición de que los eclesiásticos se dediquen a los negocios, entre otras normas eclesiásticas que regirían hasta el siglo XIX.
Hay por lo tanto muchas razones para agradecer la reciente aparición del libro Tercer Concilio Limense (1583-1591), publicado por la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima, con la colaboración de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma) y la Sociedad de San Pablo. La edición de la obra, que incluye la bilingüe (latín-español) de los decretos del Tercer Concilio, ha estado a cargo de Luis Martínez Ferrer, catedrático de la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz; la traducción del latín ha sido realizada por Mons. José Luis Gutiérrez, catedrático emérito de la Facultad de Derecho Canónico de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz; además el profesor José Antonio Benito, director del Instituto de Estudios Toribianos, ha elaborado las semblanzas de los obispos participantes del Concilio, y Francesco Russo se ha encargado de la transcripción de las correcciones oficiales realizadas por la Congregación del Concilio.
Se debe señalar que esta nueva publicación de los decretos del III Concilio de Lima se diferencia de otras ediciones por respetar la versión oficial de 1591, que se puede considerar "normativa", ya que corrige algunas deficiencias de la primera edición de 1590, de escasa circulación y lanzada de manera apresurada. La obra se divide en dos partes: la primera es el estudio histórico documental del Concilio, al que se añaden las semblanzas episcopales y una relación de fuentes y bibliografía; mientras que la segunda es la edición y traducción de los decretos con las correcciones romanas y la aprobación regia. El libro también es de gran utilidad para los investigadores por presentar y comentar las fuentes existentes, así como las diversas ediciones que anteriormente se habían realizado.
César Salas Guerrero
Alerta Archivística PUCP / número 184, 9
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